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sábado, 3 de enero de 2015

Epílogo

Bea apartó la última rama de su camino y, por fin, salió de nuevo a la carretera, pero en una curva. Una maldita curva. Tenía que orientarse, ¿a la derecha o a la izquierda? Estuvo tentada de echarlo a suertes, pero se acordó de quién la esperaba no muy lejos de allí, a poco menos de un kilómetro cruzando el bosque en línea recta. Usó su sentido común, su orientación espacial y, por último, el mapa. Finalmente, se dio cuenta de que tanto daba qué dirección tomara, porque la carretera se deslizaba en forma de U bordeando y rodeando el acceso a la central. No obstante, llegaría antes siguiendo la ruta de la izquierda.
Enseguida, tras recorrer apenas cien metros, allí, ante ella, apareció de pronto la central nuclear de Lemóniz, que nunca había llegado a entrar en servicio. Allí estaba el círculo rojo en un trozo de mapa sucio y con olor a grasa que había encontrado en la sede del Gobierno Vasco. ¿Eso quería decir algo?
Se quedó unos segundos mirando la superestructura desde lo alto de la carretera, pero tenía que bajar, entrar en las instalaciones, porque desde allí no percibía nada raro, no veía nada en absoluto que le llamara la atención. Parecía todo desierto, desolado, vacío… Bajó hasta la alambrada que protegía el complejo. Las puertas estaban abiertas, desvencijadas. No sabía si se debía al pillaje o a que alguien, no hacía mucho, había estado allí con alguna finalidad distinta. Entró, y tuvo que caminar aún un trecho, a través de esqueletos de edificios incompletos, inacabados, y completamente abandonados, hasta llegar a la central propiamente dicha.
El edificio principal no presentaba un aspecto mejor. Fruto del abandono y de probables saqueos, su estado era desastroso, de un completo deterioro. Dos inmensos edificios cilíndricos de hormigón, coronados por sendas cúpulas, emergían del bloque rectangular que componía el núcleo del complejo. Unas cuantas gaviotas sobrevolaban el lugar, graznando ruidosamente, sin duda molestas por su presencia. Eso no era una buena señal. Presagiaba que estaba allí terriblemente sola…
Caminó por las instalaciones y penetró en el interior. No había nada ni nadie. Todo estaba tan vacío y abandonado como el día en que los obreros recogieron sus herramientas y se marcharon, dejando tras ellos una superestructura de varios metros de espesor de hormigón que solo contenía aire. Gritó, gritó como una loca… Se descolgó el fusil, y vació el cargador contra el techo curvo del silo, del que las balas apenas arrancaron motas de polvo mientras rebotaban inofensivas con un leve sonido apagado por la altura del edificio, amortiguado por la distancia y el aire enrarecido del interior.
Salió a la luz del sol de nuevo. Aturdida, pensó que todo había sido un engaño. Mejor, una ilusión. Pensó que en una mezcla de sueño y pesadilla, ella estaría en esos momentos a punto de despertarse. Que no había muerto nadie, que Toni solo existía en su prodigiosa imaginación…, no, en el inconsciente de su propia mente, donde había alumbrado una trágica historia de muertos que caminaban, de una humanidad insensible al dolor, a la muerte y a todo cuanto no fuera la propia y exclusiva supervivencia. Pensó que, en cualquier momento, sonaría el despertador digital de su mesilla y tendría que levantarse, ducharse y desayunar rápidamente, como cada día, si quería llegar a tiempo a su turno en el hospital…
Comenzó a reír. Despacio al principio, pero enseguida a carcajadas, como una loca, con amagos histéricos, incluso… «¿Cuándo me despertaré?» «¿No va a acabar nunca esta pesadilla?».
Siguió caminando, entre los ataques de hipo que le daban, hasta el mar. Por fin lo vio, casi cuando estaban salpicándole las olas que rompían contra el muelle de hormigón que protegía el acceso a la central desde el norte. Se asomó al borde. Grandes bloques formaban un rompeolas artificial a los pies del muelle. Se adentró más por él, hasta desembocar en un espigón, avanzadilla en el agua, que debería haber servido para el atraque de embarcaciones de pequeño calado.
Allí estaba ella. Había llegado. Y al otro lado, al frente, el mar. Inmenso, con un agradable olor a pescado, a sal secándose a un sol que no lucía sobre las rocas de los acantilados, ejerciendo una poderosa atracción, bravo, indomable. Pensó que, si no se despertaba pronto, tendría que arrojarse al agua y nadar, nadar hasta donde fuera capaz en busca de la salida a su pesadilla. ¿Qué significaba ese círculo rojo en un trozo de mapa?
Pensó en Toni, en Sara, en Vicky…, en ellos, que morirían pronto… y en los que ya habían muerto pero cuyos nombres no recordaba. Ya no habría una oportunidad para ellos, ni para los muertos ni, tampoco, para los vivos. No habría un final heroico. Ni siquiera un final trágico, pues nada de tragedia había en la muerte. «La vida es solo un estado transitorio de la materia» ¿Qué valor tenían, entre millones de muertes, unas pocas más? Tan solo tenía que quedarse allí, sin hacer nada, esperando el final, el que fuera, ¿qué importaba ya? El mundo entero se podía ir a la mierda…
Las gaviotas, entre graznidos, revoloteaban sobre su cabeza, atentas a cualquier movimiento porque, con suerte, quizá cayera algo de comida. Bea levantó la vista hacia el cielo y las vio. Semejaban pájaros de mal agüero, símbolos de un pasado que nunca volvería a existir, pero, al mismo tiempo, presagio también de lo que podía esperarle. Bea cayó al suelo de rodillas, desfallecida, aturdida, sola… Comenzó a llover, mientras las lágrimas rodaban por su mejilla y golpeaban rítmicamente en el suelo, junto a su rostro, una vez, y otra vez…
* * *
La cámara tiene una precisión extraordinaria. Tanto, que la figura de la mujer se recorta con increíble nitidez contra el fondo gris de hormigón, diferenciándose claramente a pesar de los tonos pardos de su ropa. El hombre que controla el dispositivo gira hacia su derecha el sillón en que se sienta, hacia un lado de la sala donde la penumbra hace que el contorno de los objetos se difumine y se fundan en la semioscuridad. Habla:
–Ya la tenemos.


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