Bea
apartó la última rama de su camino y, por fin, salió de nuevo a la carretera, pero
en una curva. Una maldita curva. Tenía que orientarse, ¿a la derecha o a la
izquierda? Estuvo tentada de echarlo a suertes, pero se acordó de quién la
esperaba no muy lejos de allí, a poco menos de un kilómetro cruzando el bosque
en línea recta. Usó su sentido común, su orientación espacial y, por último, el
mapa. Finalmente, se dio cuenta de que tanto daba qué dirección tomara, porque
la carretera se deslizaba en forma de U bordeando y rodeando el acceso a la
central. No obstante, llegaría antes siguiendo la ruta de la izquierda.
Enseguida,
tras recorrer apenas cien metros, allí, ante ella, apareció de pronto la
central nuclear de Lemóniz, que nunca había llegado a entrar en servicio. Allí
estaba el círculo rojo en un trozo de mapa sucio y con olor a grasa que había
encontrado en la sede del Gobierno Vasco. ¿Eso quería decir algo?
Se quedó
unos segundos mirando la superestructura desde lo alto de la carretera, pero
tenía que bajar, entrar en las instalaciones, porque desde allí no percibía
nada raro, no veía nada en absoluto que le llamara la atención. Parecía todo
desierto, desolado, vacío… Bajó hasta la alambrada que protegía el complejo.
Las puertas estaban abiertas, desvencijadas. No sabía si se debía al pillaje o
a que alguien, no hacía mucho, había estado allí con alguna finalidad distinta.
Entró, y tuvo que caminar aún un trecho, a través de esqueletos de edificios
incompletos, inacabados, y completamente abandonados, hasta llegar a la central
propiamente dicha.
El
edificio principal no presentaba un aspecto mejor. Fruto del abandono y de
probables saqueos, su estado era desastroso, de un completo deterioro. Dos
inmensos edificios cilíndricos de hormigón, coronados por sendas cúpulas,
emergían del bloque rectangular que componía el núcleo del complejo. Unas
cuantas gaviotas sobrevolaban el lugar, graznando ruidosamente, sin duda
molestas por su presencia. Eso no era una buena señal. Presagiaba que estaba
allí terriblemente sola…
Caminó por
las instalaciones y penetró en el interior. No había nada ni nadie. Todo estaba
tan vacío y abandonado como el día en que los obreros recogieron sus
herramientas y se marcharon, dejando tras ellos una superestructura de varios
metros de espesor de hormigón que solo contenía aire. Gritó, gritó como una
loca… Se descolgó el fusil, y vació el cargador contra el techo curvo del silo,
del que las balas apenas arrancaron motas de polvo mientras rebotaban
inofensivas con un leve sonido apagado por la altura del edificio, amortiguado
por la distancia y el aire enrarecido del interior.
Salió a la
luz del sol de nuevo. Aturdida, pensó que todo había sido un engaño. Mejor, una
ilusión. Pensó que en una mezcla de sueño y pesadilla, ella estaría en esos
momentos a punto de despertarse. Que no había muerto nadie, que Toni solo existía
en su prodigiosa imaginación…, no, en el inconsciente de su propia mente, donde
había alumbrado una trágica historia de muertos que caminaban, de una humanidad
insensible al dolor, a la muerte y a todo cuanto no fuera la propia y exclusiva
supervivencia. Pensó que, en cualquier momento, sonaría el despertador digital
de su mesilla y tendría que levantarse, ducharse y desayunar rápidamente, como
cada día, si quería llegar a tiempo a su turno en el hospital…
Comenzó a
reír. Despacio al principio, pero enseguida a carcajadas, como una loca, con
amagos histéricos, incluso… «¿Cuándo me
despertaré?» «¿No va a acabar nunca esta
pesadilla?».
Siguió
caminando, entre los ataques de hipo que le daban, hasta el mar. Por fin lo
vio, casi cuando estaban salpicándole las olas que rompían contra el muelle de
hormigón que protegía el acceso a la central desde el norte. Se asomó al borde.
Grandes bloques formaban un rompeolas artificial a los pies del muelle. Se
adentró más por él, hasta desembocar en un espigón, avanzadilla en el agua, que
debería haber servido para el atraque de embarcaciones de pequeño calado.
Allí
estaba ella. Había llegado. Y al otro lado, al frente, el mar. Inmenso, con un
agradable olor a pescado, a sal secándose a un sol que no lucía sobre las rocas
de los acantilados, ejerciendo una poderosa atracción, bravo, indomable. Pensó
que, si no se despertaba pronto, tendría que arrojarse al agua y nadar, nadar
hasta donde fuera capaz en busca de la salida a su pesadilla. ¿Qué significaba
ese círculo rojo en un trozo de mapa?
Pensó en
Toni, en Sara, en Vicky…, en ellos, que morirían pronto… y en los que ya habían
muerto pero cuyos nombres no recordaba. Ya no habría una oportunidad para
ellos, ni para los muertos ni, tampoco, para los vivos. No habría un final
heroico. Ni siquiera un final trágico, pues nada de tragedia había en la
muerte. «La vida es solo un estado
transitorio de la materia» ¿Qué valor tenían, entre millones de muertes,
unas pocas más? Tan solo tenía que quedarse allí, sin hacer nada, esperando el
final, el que fuera, ¿qué importaba ya? El mundo entero se podía ir a la
mierda…
Las
gaviotas, entre graznidos, revoloteaban sobre su cabeza, atentas a cualquier
movimiento porque, con suerte, quizá cayera algo de comida. Bea levantó la
vista hacia el cielo y las vio. Semejaban pájaros de mal agüero, símbolos de un
pasado que nunca volvería a existir, pero, al mismo tiempo, presagio también de
lo que podía esperarle. Bea cayó al suelo de rodillas, desfallecida, aturdida,
sola… Comenzó a llover, mientras las lágrimas rodaban por su mejilla y
golpeaban rítmicamente en el suelo, junto a su rostro, una vez, y otra vez…
* * *
La cámara
tiene una precisión extraordinaria. Tanto, que la figura de la mujer se recorta
con increíble nitidez contra el fondo gris de hormigón, diferenciándose
claramente a pesar de los tonos pardos de su ropa. El hombre que controla el
dispositivo gira hacia su derecha el sillón en que se sienta, hacia un lado de
la sala donde la penumbra hace que el contorno de los objetos se difumine y se
fundan en la semioscuridad. Habla:
–Ya la
tenemos.
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