Toni
asomó con mucho cuidado la cabeza por el borde del registro, tras retirar sin
ruido la tapa metálica, tarea que le llevó unos cuantos minutos. No quería
llamar la atención y que algún muerto rezagado se fijara en él y echara a
perder sus escasas probabilidades de llegar vivo a esa noche. No es que le
importara ya ni poco ni mucho su propia supervivencia, pero sí quería ayudar a
Bea. Maldijo otra vez al recordar que cuanto había hecho no había servido para
nada: él estaba jodido, allí escondido en un pozo de registro, y de las chicas
no sabía nada, salvo que aún vivían, al menos alguna de ellas, porque los
disparos solo podían provenir de ellas. En realidad, incluso eso estaba en el
aire, porque no sabía una mierda de ese pueblo ni de cualquier otra cosa que
concerniera a los vascos. Quizá hubiera una colonia entera de supervivientes
allí mismo y se entretuvieran disparando a los muertos.
Vio a los
últimos deambulantes alejándose camino del centro. Cuando giró la cabeza en
dirección a la carretera por la que habían llegado, sujetó su corazón para
evitar que se desbocara ante cualquier visión aterradora. Pero, por suerte esa
vez, solo el aire frío de los montes le recibió. El camino estaba despejado. Lo
único malo en todo ese asunto era que él no iba a volver por allí hacia ningún
sitio, por muy libre de muertos que estuviera, sino que debía ir justo en
dirección contraria, hacia el centro de Munguía. No podía hacer otra cosa.
Salió
completamente del pozo y se palpó. Todo parecía en su sitio de siempre. No se
había roto ningún hueso, ni tenía heridas, salvo el puto mordisco en el brazo,
que le ardía horrorosamente. Ni siquiera sentía ya mareos, ni fiebre… ¿sería la
etapa final de la infección, esa mejoría que indicaba la cercanía de una muerte
inminente? Desechó la idea: había visto ya varias veces cómo actuaba lo que
quiera que fuese sobre las personas, y, desde luego, ninguna había mejorado
antes de palmarla para regresar
después.
Alejó, tan
pronto como le acometieron, todos esos pensamientos: tenía cosas más
importantes a que dedicarse. Como, por ejemplo, seguir los pasos de los muertos,
que era la mejor manera de asegurarse que llegaría hasta el lugar en que habían
sonado los disparos.
Comprobó
su equipo. Todo estaba en orden. Enfocó la linterna al fondo del pozo, para cerciorarse
de que no se le había caído nada. Si los muertos iban en una dirección, pensó
que no había motivo para hacerles cambiar de idea; por lo menos hasta que
tuviera claro cómo estaban las cosas con las chicas. De modo que desechó su
primera intención, que había sido empuñar el fusil, y optó por el hacha. Era
más silencioso.
Inició el
camino tras los deambulantes, a prudente distancia, para evitar en la medida de
lo posible ser detectado. A lo lejos veía la horda de muertos moverse pesada y
torpemente, animados por la perspectiva de un festín. De todas formas, pensó
Toni, ¿por qué necesitaban comer esos monstruos, si estaban muertos? Eran cosas
incomprensibles para un pobre delincuente de barrio.
Caminaba
por la acera, pegado a los edificios, para no destacar demasiado del entorno.
Eso también entrañaba su riesgo, porque, en cualquier momento, podía salir de
un portal un deambulante y cogerle desprevenido. Pero era preferible a llamar
la atención yendo por el centro de la calle. O al menos así lo pensó. Poco a
poco se fue acercando al centro. Lo cierto es que no estaba muy lejos. En un
pueblo de ese tamaño, nada quedaba demasiado alejado de nada. Si se le estaba
haciendo largo el camino era, básicamente, por las precauciones que debía tomar.
Y también por la incertidumbre acerca del estado de Bea y el resto del grupo.
Una puerta
se movió al pasar junto a ella. Toni no pudo evitar un tremendo susto y dio un
salto hacia atrás.
–¡Joder!
Se quedó
un instante en tensión, esperando el ataque. Pero solo había sido el viento, al
parecer, o la ruptura de un punto de equilibrio al que los goznes habían
llegado justo en el instante en que él pasaba. Lo cierto es
que no apareció ningún muerto intentando morderle.
Pausó su
marcha. Se ocultó en el umbral de un portal. Allí delante, a unos cien
metros, la muchedumbre de muertos andantes parecía finalmente haber llegado a
donde quiera que fueran. No logró ver nada, salvo la torre de una iglesia, un
edificio de piedra que hacía esquina, y la horda podrida sobre la que se
elevaba, como si tuviera corporeidad, un gemido unánime, prolongado. Parecían adolescentes
enloquecidos asistiendo a un concierto al aire libre interpretado por algún
músico loco al que corearan macabras canciones de moda.
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