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martes, 2 de diciembre de 2014

Cuarta parte. Siete. 5

Toni asomó con mucho cuidado la cabeza por el borde del registro, tras retirar sin ruido la tapa metálica, tarea que le llevó unos cuantos minutos. No quería llamar la atención y que algún muerto rezagado se fijara en él y echara a perder sus escasas probabilidades de llegar vivo a esa noche. No es que le importara ya ni poco ni mucho su propia supervivencia, pero sí quería ayudar a Bea. Maldijo otra vez al recordar que cuanto había hecho no había servido para nada: él estaba jodido, allí escondido en un pozo de registro, y de las chicas no sabía nada, salvo que aún vivían, al menos alguna de ellas, porque los disparos solo podían provenir de ellas. En realidad, incluso eso estaba en el aire, porque no sabía una mierda de ese pueblo ni de cualquier otra cosa que concerniera a los vascos. Quizá hubiera una colonia entera de supervivientes allí mismo y se entretuvieran disparando a los muertos.
Vio a los últimos deambulantes alejándose camino del centro. Cuando giró la cabeza en dirección a la carretera por la que habían llegado, sujetó su corazón para evitar que se desbocara ante cualquier visión aterradora. Pero, por suerte esa vez, solo el aire frío de los montes le recibió. El camino estaba despejado. Lo único malo en todo ese asunto era que él no iba a volver por allí hacia ningún sitio, por muy libre de muertos que estuviera, sino que debía ir justo en dirección contraria, hacia el centro de Munguía. No podía hacer otra cosa.
Salió completamente del pozo y se palpó. Todo parecía en su sitio de siempre. No se había roto ningún hueso, ni tenía heridas, salvo el puto mordisco en el brazo, que le ardía horrorosamente. Ni siquiera sentía ya mareos, ni fiebre… ¿sería la etapa final de la infección, esa mejoría que indicaba la cercanía de una muerte inminente? Desechó la idea: había visto ya varias veces cómo actuaba lo que quiera que fuese sobre las personas, y, desde luego, ninguna había mejorado antes de palmarla para regresar después.
Alejó, tan pronto como le acometieron, todos esos pensamientos: tenía cosas más importantes a que dedicarse. Como, por ejemplo, seguir los pasos de los muertos, que era la mejor manera de asegurarse que llegaría hasta el lugar en que habían sonado los disparos.
Comprobó su equipo. Todo estaba en orden. Enfocó la linterna al fondo del pozo, para cerciorarse de que no se le había caído nada. Si los muertos iban en una dirección, pensó que no había motivo para hacerles cambiar de idea; por lo menos hasta que tuviera claro cómo estaban las cosas con las chicas. De modo que desechó su primera intención, que había sido empuñar el fusil, y optó por el hacha. Era más silencioso.
Inició el camino tras los deambulantes, a prudente distancia, para evitar en la medida de lo posible ser detectado. A lo lejos veía la horda de muertos moverse pesada y torpemente, animados por la perspectiva de un festín. De todas formas, pensó Toni, ¿por qué necesitaban comer esos monstruos, si estaban muertos? Eran cosas incomprensibles para un pobre delincuente de barrio.
Caminaba por la acera, pegado a los edificios, para no destacar demasiado del entorno. Eso también entrañaba su riesgo, porque, en cualquier momento, podía salir de un portal un deambulante y cogerle desprevenido. Pero era preferible a llamar la atención yendo por el centro de la calle. O al menos así lo pensó. Poco a poco se fue acercando al centro. Lo cierto es que no estaba muy lejos. En un pueblo de ese tamaño, nada quedaba demasiado alejado de nada. Si se le estaba haciendo largo el camino era, básicamente, por las precauciones que debía tomar. Y también por la incertidumbre acerca del estado de Bea y el resto del grupo.
Una puerta se movió al pasar junto a ella. Toni no pudo evitar un tremendo susto y dio un salto hacia atrás.
–¡Joder!
Se quedó un instante en tensión, esperando el ataque. Pero solo había sido el viento, al parecer, o la ruptura de un punto de equilibrio al que los goznes habían llegado justo en el instante en que él pasaba. Lo cierto es que no apareció ningún muerto intentando morderle.
Pausó su marcha. Se ocultó en el umbral de un portal. Allí delante, a unos cien metros, la muchedumbre de muertos andantes parecía finalmente haber llegado a donde quiera que fueran. No logró ver nada, salvo la torre de una iglesia, un edificio de piedra que hacía esquina, y la horda podrida sobre la que se elevaba, como si tuviera corporeidad, un gemido unánime, prolongado. Parecían adolescentes enloquecidos asistiendo a un concierto al aire libre interpretado por algún músico loco al que corearan macabras canciones de moda.


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