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domingo, 14 de diciembre de 2014

Cuarta parte. Ocho. 6

Se estaban aproximando a la plaza. Ya llegaban al lugar donde el vasco le había dado un susto de muerte, mientras Toni reflexionaba, escondido en el portal, sobre la manera en que llegaría hasta donde estaban las chicas, si es que seguían vivas. Entonces, los deambulantes se dieron cuenta de su localización exacta, al tenerlos en su campo visual, porque su presencia ya la habían detectado desde un poco antes debido al verdadero estruendo del motor del tractor.
Toni, sujeto al borde del portón del remolque, intentaba ver qué había delante, pero la enorme mole del tractor se lo impedía en parte. Solo veía, a través del cristal trasero de la cabina, la txapela del Txerran y parte de sus anchas espaldas. Era un hombre muy fuerte, mucho, y como única arma llevaba una caja de cerillas, el tío… Entonces, sí pudo fijarse en las ventanas que jalonaban la calle; entonces, si alcanzó a ver rostros huidizos al otro lado de los cristales, rostros demacrados que reflejaban ira, miedo, vergüenza… Rápidos movimientos de visillos y cortinas les delataban. Allí había gente viva, pero, como le dijera el vasco, probablemente estaban más muertos que los deambulantes…
Antes de llegar a la plaza, Txerran se volvió en su asiento y le hizo un ademán a Toni. Era la señal. El de Malasaña descorrió los cerrojos del portón trasero y empujó hacia fuera la parte inferior, que cayó golpeando la estructura exterior del remolque; luego, dio un golpe a la llave del grifo del tanque de combustible. De inmediato, la gasolina comenzó a brotar en un chorro intermitente, al principio, pero enseguida continuo, que iba dibujando en el asfalto de la calle un reguero amenazador. ¿Cuánto tardaría en vaciarse el depósito?
El remolque dio un brinco, luego otro… Toni se volvió. El tractor avanzaba más despacio. Bajo sus enormes y pesadas ruedas comenzaron a reventar los cuerpos de los primeros cadáveres animados, pero la marea de muertos era tan ingente que incluso un monstruo mecánico como el tractor encontraba resistencia a su marcha. Toni veía pasar los cuerpos destrozados, desmembrados, mientras los deambulantes intentaban, en vano, subir al remolque, cuyo portón trasero abierto parecía una invitación. Pero los muertos no sabían trepar, y ni siquiera subir escaleras de mano, como Toni descubrió en Valladolid, de modo que, aunque intentaban aferrarse a la plataforma abierta del remolque, sus manos resbalaban, y solo conseguían perder el equilibrio y caer, rociados de gasolina.
Aun sabiendo que no podrían subir, Toni se echó hacia atrás instintivamente, y estuvo tentado de comenzar a disparar sobre la horda, pero comprendió que eso solo obedecía a su rabia, a su miedo y a su impotencia, y que no tendría ningún efecto sobre tan ingente cantidad de muertos, salvo servir para su propio desahogo; de modo que se aguantó las ganas de descargar su rabia sobre la masa de monstruos que, empapados en gasolina, alargaban inútilmente sus brazos hacia él, como suplicándole un poco de caridad, un poco de comida caliente…
El vasco no dejaba de mirar los edificios de la plaza mientras las ruedas seguían aplastando cabezas, desmembrando cuerpos, mutilando miembros… Avanzaba despacio, en parte por el efecto amortiguador que la enorme marea de los deambulantes tenía sobre el tractor, y en parte porque no quería pasarse de largo… Por fin, un balcón se abrió, y una mujer armada con un fusil se asomó a la calle. Eso fue todo lo que necesitaba Txerran para saber dónde parar. El tractor derribó un semáforo, una farola, se arrimó a la fachada del edificio y, arañando con la estructura metálica la piedra, destrozando contra la pared a los muertos que pilló en medio, se detuvo con un silbido. El remolque estaba justo debajo del balcón desde el que Bea, estupefacta, miraba a Toni.


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