Se
estaban aproximando a la plaza. Ya llegaban al lugar donde el vasco le había
dado un susto de muerte, mientras Toni reflexionaba, escondido en el portal,
sobre la manera en que llegaría hasta donde estaban las chicas, si es que
seguían vivas. Entonces, los deambulantes se dieron cuenta de su localización
exacta, al tenerlos en su campo visual, porque su presencia ya la habían
detectado desde un poco antes debido al verdadero estruendo del motor del
tractor.
Toni,
sujeto al borde del portón del remolque, intentaba ver qué había delante, pero
la enorme mole del tractor se lo impedía en parte. Solo veía, a través del
cristal trasero de la cabina, la txapela del Txerran y parte de sus anchas espaldas. Era un hombre muy fuerte,
mucho, y como única arma llevaba una caja de cerillas, el tío… Entonces, sí
pudo fijarse en las ventanas que jalonaban la calle; entonces, si alcanzó a ver
rostros huidizos al otro lado de los cristales, rostros demacrados que
reflejaban ira, miedo, vergüenza… Rápidos movimientos de visillos y cortinas
les delataban. Allí había gente viva, pero, como le dijera el vasco, probablemente
estaban más muertos que los deambulantes…
Antes de
llegar a la plaza, Txerran se volvió
en su asiento y le hizo un ademán a Toni. Era la señal. El de Malasaña descorrió
los cerrojos del portón trasero y empujó hacia fuera la parte inferior, que cayó
golpeando la estructura exterior del remolque; luego, dio un golpe a la llave
del grifo del tanque de combustible. De inmediato, la gasolina comenzó a brotar
en un chorro intermitente, al principio, pero enseguida continuo, que iba
dibujando en el asfalto de la calle un reguero amenazador. ¿Cuánto tardaría en
vaciarse el depósito?
El
remolque dio un brinco, luego otro… Toni se volvió. El tractor avanzaba más
despacio. Bajo sus enormes y pesadas ruedas comenzaron a reventar los cuerpos
de los primeros cadáveres animados, pero la marea de muertos era tan ingente
que incluso un monstruo mecánico como el tractor encontraba resistencia a su
marcha. Toni veía pasar los cuerpos destrozados, desmembrados, mientras los
deambulantes intentaban, en vano, subir al remolque, cuyo portón trasero
abierto parecía una invitación. Pero los muertos no sabían trepar, y ni
siquiera subir escaleras de mano, como Toni descubrió en Valladolid, de modo
que, aunque intentaban aferrarse a la plataforma abierta del remolque, sus manos
resbalaban, y solo conseguían perder el equilibrio y caer, rociados de
gasolina.
Aun
sabiendo que no podrían subir, Toni se echó hacia atrás instintivamente, y
estuvo tentado de comenzar a disparar sobre la horda, pero comprendió que eso
solo obedecía a su rabia, a su miedo y a su impotencia, y que no tendría ningún
efecto sobre tan ingente cantidad de muertos, salvo servir para su propio
desahogo; de modo que se aguantó las ganas de descargar su rabia sobre la masa
de monstruos que, empapados en gasolina, alargaban inútilmente sus brazos hacia
él, como suplicándole un poco de caridad, un poco de comida caliente…
El vasco
no dejaba de mirar los edificios de la plaza mientras las ruedas seguían
aplastando cabezas, desmembrando cuerpos, mutilando miembros… Avanzaba
despacio, en parte por el efecto amortiguador que la enorme marea de los
deambulantes tenía sobre el tractor, y en parte porque no quería pasarse de
largo… Por fin, un balcón se abrió, y una mujer armada con un fusil se asomó a
la calle. Eso fue todo lo que necesitaba Txerran
para saber dónde parar. El tractor derribó un semáforo, una farola, se
arrimó a la fachada del edificio y, arañando con la estructura metálica la
piedra, destrozando contra la pared a los muertos que pilló en medio, se detuvo
con un silbido. El remolque estaba justo debajo del balcón desde el que Bea,
estupefacta, miraba a Toni.
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