El vasco
era un tipo resuelto, pensó Toni. Decidido y directo, sin estériles complicaciones
mentales. Más o menos como él. Caminaba como un grandullón desenfadado,
con paso largo pero, al mismo tiempo, tranquilo. Vestía, además de la txapela, unos buenos pantalones de pana marrones oscuros, y una gruesa
pelliza de piel, y calzaba botas de montaña.
Por el
camino le dijo que vivía en un caserío a la entrada de Munguía, justo en la
bifurcación de la carretera, donde Toni había actuado sobre la horda de muertos
para asegurarle al resto del grupo un paso franco. Desde allí había visto en
primera fila todo el desarrollo de los acontecimientos, desde su sigilosa
llegada, su estudio del terreno, el lanzamiento de la granada, el éxodo de los
muertos hacia el lugar de la explosión, la manera en que se había escondido
cuando llegó el blindado y, por último, sus cavilaciones y su lucha con el
deambulante. Después, simplemente le había seguido hasta el pueblo…
–Entonces,
¿sabías que estaba en ese pozo? ¿Y no hiciste nada?
–Tranquilo,
hijo, tranquilo… –trató de calmarlo–. ¿Qué podía hacer yo frente a cientos de
bichos? Además, tú estabas a salvo ahí abajo…
–¿Y qué
vas a poder hacer ahora, entonces? La situación no es muy diferente…
Txerran se rascó la cabeza por encima de
la txapela, mirando a Toni, que caminaba a su lado, de reojo. Le sacaba al
chaval unos veinte centímetros de altura y, por lo menos, cuarenta kilos de
peso. Se paró de repente.
–¿Tú no
comes?
Toni se
detuvo también, perplejo. El vasco le desconcertaba casi con cada palabra que
pronunciaba. O estaba loco o se lo hacía. O las dos cosas a la vez. Se apretó
el brazo. Lo notaba ardiendo, y le picaba muchísimo. Comenzó distraídamente a
rascarse, subiendo sin querer la manga de la cazadora y dejando al descubierto
parte del vendaje…
–No me
estás contestando…
–Que sí,
que sí… ¡Joder con el chico! –reinició la marcha, a poca distancia ya de la
salida del pueblo–. ¡Vamos, pues!
El vasco,
que había reparado en el vendaje que cubría el brazo de Toni, le dirigió varias
miradas entre comprensivas y curiosas. El chaval se dio cuenta de la mirada intrigada
del hombre, pero no dijo nada. Fue Txerran
quien habló.
–Te
mordieron, ¿eh?
Toni se
detuvo, y le miró desafiante, poniendo la mano en el mango de su hacha. El
vasco también se había parado, y le contemplaba con aire risueño, los brazos en
jarras y la colilla del puro colgado de su labio inferior, sujeto a él como si
estuviera pegado con cola.
–¿Eso
cambia las cosas? –preguntó Toni.
El vasco
lanzó una estruendosa carcajada, le dio una amistosa palmada en el hombro, y
reinició la marcha. Aún siguió riéndose un rato, mientras mascullaba entre los
dientes y el puro:
–En nada
hijo, en nada. Tú no te preocupes, que si te mueres, ya me encargo yo de
retorcerte bien el pescuezo, como a las gallinas…
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