Bea miraba
por el cristal de la puerta del balcón hacia la calle. La cosa pintaba mal.
Parecía que todos los muertos de la comarca se hubieran reunido allí, en la
plaza mayor, para esperar el chupinazo que diera comienzo a las fiestas del
pueblo. Solo que la reunión era en su honor. Al entrar en la habitación le
había tenido que dar un tiro al muerto de la cortina, para evitar sorpresas,
porque, tonto como era, nadie podía descartar que acabara desenredándose del
lío de telas en que se había envuelto.
El pequeño
Juan estaba aún demasiado débil para enterarse de gran cosa. Mejor para él,
pensó la enfermera. Así no se daría cuenta de nada, llegado el momento. Miró a
Sara, que no se separaba de su lado. Y a Vicky, tan hundida que dudaba de que fuera
a ser capaz de recuperarse. Aunque nunca se sabía.
Estaban en
una habitación de un piso en la plaza de Munguía, atrincherados frente a una
horda de muertos sedientos de sangre, de su
sangre. Al otro lado de la puerta podía oír el fuerte rumor que provenía de
los deambulantes que llenaban el pasillo, la escalera, el portal. Era el mismo
rumor infernal que sonaba en la calle, brotando de miles de gargantas inmundas…
Los golpes sordos en la hoja de madera atronaban sus oídos. Estaban llamando,
querían entrar…
Bea no
sabía qué debía hacer. Se descolgó la mochila de la espalda y rebuscó en ella.
No había nada. Apenas unos botellines de agua, un par de cargadores del fusil y
de la pistola, unas latas de atún, algunas galletas, chocolate… Nada más. Ni
siquiera tenía el maletín de emergencia, con antibióticos y vendas… nada. Ni
una puta tirita. Todo estaba en el blindado. Se preguntó dónde estaría Toni. La
mirada del chaval al despedirse le había inquietado. No tenía ninguna confianza
en que volviera, y por eso se había decidido a partir en su busca. Ese había
sido, ahora lo reconocía, el gran error. El primero de ellos.
No
quedaban muchas esperanzas, ni tampoco tiempo para albergarlas. Probablemente
no aguantarían allí dentro hasta el día siguiente; quizá, con suerte, si
racionaban el agua y la comida, un par de días. Eso, suponiendo que antes la
puerta de la habitación no cediera al empuje y la presión de los cuerpos de los
muertos. ¿Qué harían? Bea repasó los cargadores. Ni siquiera tenía munición
para resistir más de un par de minutos. Aunque sí la suficiente para ellos
mismos, llegado el caso…
Desechó
inmediatamente esta última idea y abrió una de las hojas de la balconera,
asomando medio cuerpo al vacío. Allí abajo, vociferantes sin voz, gemidores de
las tinieblas del infierno, la masa informe de cadáveres andantes, clamaba por
su botín, por un trozo de carne fresca, caliente y jugosa… Girándose, dirigió
su vista hacia la plaza, que quedaba a la derecha, ya que el balcón daba sobre
la calle que salía de ella y que recorría el pueblo en sentido longitudinal.
Era, en realidad, la prolongación de la calle por la que ellos habían llegado.
Entre la
marea de deambulantes, vio el Rebeco,
completamente rodeado. Imposible llegar a él. Más que imposible, absurdo:
aunque estuviera toda la plaza limpia de muertos, el blindado estaba a rebosar
de restos sanguinolentos, y les llevaría horas desalojarlo y limpiarlo para
poder volver a utilizarlo. Comenzaba a estar desesperada. No quería traslucir a
las demás su estado de ánimo, pero notaba un ligero temblor en ambas rodillas.
Miró a lo
lejos, más allá del espacio que ocupaban los deambulantes, hacia el otro lado
de la larguísima calle por la que ella misma, hacía un rato, había intentado
regresar en busca de Toni. Era mucha distancia, pero habría jurado que, durante
un fugaz instante, había visto algo moverse, dos figuras que se alejaban de la
plaza… ¿Un par de muertos más?
No hay comentarios:
Publicar un comentario