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sábado, 6 de diciembre de 2014

Cuarta parte. Ocho. 2

Bea miraba por el cristal de la puerta del balcón hacia la calle. La cosa pintaba mal. Parecía que todos los muertos de la comarca se hubieran reunido allí, en la plaza mayor, para esperar el chupinazo que diera comienzo a las fiestas del pueblo. Solo que la reunión era en su honor. Al entrar en la habitación le había tenido que dar un tiro al muerto de la cortina, para evitar sorpresas, porque, tonto como era, nadie podía descartar que acabara desenredándose del lío de telas en que se había envuelto.
El pequeño Juan estaba aún demasiado débil para enterarse de gran cosa. Mejor para él, pensó la enfermera. Así no se daría cuenta de nada, llegado el momento. Miró a Sara, que no se separaba de su lado. Y a Vicky, tan hundida que dudaba de que fuera a ser capaz de recuperarse. Aunque nunca se sabía.
Estaban en una habitación de un piso en la plaza de Munguía, atrincherados frente a una horda de muertos sedientos de sangre, de su sangre. Al otro lado de la puerta podía oír el fuerte rumor que provenía de los deambulantes que llenaban el pasillo, la escalera, el portal. Era el mismo rumor infernal que sonaba en la calle, brotando de miles de gargantas inmundas… Los golpes sordos en la hoja de madera atronaban sus oídos. Estaban llamando, querían entrar…
Bea no sabía qué debía hacer. Se descolgó la mochila de la espalda y rebuscó en ella. No había nada. Apenas unos botellines de agua, un par de cargadores del fusil y de la pistola, unas latas de atún, algunas galletas, chocolate… Nada más. Ni siquiera tenía el maletín de emergencia, con antibióticos y vendas… nada. Ni una puta tirita. Todo estaba en el blindado. Se preguntó dónde estaría Toni. La mirada del chaval al despedirse le había inquietado. No tenía ninguna confianza en que volviera, y por eso se había decidido a partir en su busca. Ese había sido, ahora lo reconocía, el gran error. El primero de ellos.
No quedaban muchas esperanzas, ni tampoco tiempo para albergarlas. Probablemente no aguantarían allí dentro hasta el día siguiente; quizá, con suerte, si racionaban el agua y la comida, un par de días. Eso, suponiendo que antes la puerta de la habitación no cediera al empuje y la presión de los cuerpos de los muertos. ¿Qué harían? Bea repasó los cargadores. Ni siquiera tenía munición para resistir más de un par de minutos. Aunque sí la suficiente para ellos mismos, llegado el caso…
Desechó inmediatamente esta última idea y abrió una de las hojas de la balconera, asomando medio cuerpo al vacío. Allí abajo, vociferantes sin voz, gemidores de las tinieblas del infierno, la masa informe de cadáveres andantes, clamaba por su botín, por un trozo de carne fresca, caliente y jugosa… Girándose, dirigió su vista hacia la plaza, que quedaba a la derecha, ya que el balcón daba sobre la calle que salía de ella y que recorría el pueblo en sentido longitudinal. Era, en realidad, la prolongación de la calle por la que ellos habían llegado.
Entre la marea de deambulantes, vio el Rebeco, completamente rodeado. Imposible llegar a él. Más que imposible, absurdo: aunque estuviera toda la plaza limpia de muertos, el blindado estaba a rebosar de restos sanguinolentos, y les llevaría horas desalojarlo y limpiarlo para poder volver a utilizarlo. Comenzaba a estar desesperada. No quería traslucir a las demás su estado de ánimo, pero notaba un ligero temblor en ambas rodillas.
Miró a lo lejos, más allá del espacio que ocupaban los deambulantes, hacia el otro lado de la larguísima calle por la que ella misma, hacía un rato, había intentado regresar en busca de Toni. Era mucha distancia, pero habría jurado que, durante un fugaz instante, había visto algo moverse, dos figuras que se alejaban de la plaza… ¿Un par de muertos más?


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