–Menudo
jaleo, ¿eh?
Toni se
sobresaltó tanto que se le cayó el hacha de la mano. La cabeza metálica del
arma golpeo contra las baldosas de la acera, y al joven le pareció que el agudo
sonido que produjo debía de haberse escuchado en muchos kilómetros a la
redonda. El tipo que había hablado se llevó el dedo índice a los labios.
–Ssssssh…
Sin ruidos, chaval, que ésos tienen el oído fino…
Si hubiera
un tipo de vasco ideal, uno que pudiera identificar a todo un pueblo, Toni, que
tampoco tenía mucha idea sobre los vascos –de hecho, los pocos que había conocido
se habían quedado en Vitoria el día anterior– ni sobre tipología humana, pensó
que ése sería el hombre que estaba plantado frente a él con los brazos en
jarras. Alto, más o menos como Koldo, pero más fuerte, incluso robusto, con la
mandíbula, rectangular, sólidamente encajada bajo el cráneo; los ojos marrones le
chispeaban, al parecer de alegría, o eso interpretó Toni; bajo la típica
txapela vasca, una mata de pelo negro y rebelde asomaba por todas partes.
Probablemente, no tendría más de cincuenta años. La punta de un puro apagado le
colgaba de la comisura de la boca.
La primera
intención de Toni fue agacharse para coger el hacha, pero eso le habría dejado
inerme ante el tipo. Hizo entonces ademán de agarrar el fusil, mas el vasco se
le adelantó.
–No te
preocupes, hijo. Si hubiera querido liquidarte, he tenido varias ocasiones,
pues…
Había algo
en su voz, grave pero campanilleante, y en su aspecto, en su actitud, que
enseguida se ganó la confianza de Toni. Justo lo contrario de lo que le había
sucedido con los vascos vitorianos, que solo le habían llenado de desasosiego y
malestar… Éste, en cambio, parecía un hombretón bueno, sin maldad encubierta,
sin propósitos ocultos. Lo parecía…
–Está
jodida la cosa, ¿no?
Toni
asintió con la cabeza. Ahora sí se inclinó a recoger el hacha, sin que el vasco
pusiera objeción alguna. Con ella en la mano, Toni se sintió mejor, más
tranquilo. Entonces, dejó oír su voz.
–Estoy
buscando a mis compañeras…
–Ya lo sé
chaval, ya lo sé –el tipo hizo una mueca de desagrado, torció la cabeza, y
escupió en medio de la calle–. Yo creo que andan en esa de la esquina.
Señalaba la casa de tres plantas de piedra marrón que se veía al fondo de la calle,
aunque en realidad estaba en la plaza mayor del pueblo. Era, en efecto, donde
se habían refugiado Bea y los demás. Toni, poco dado a la curiosidad, no pudo,
sin embargo, reprimir la pregunta.
–¿Quién es
usted?
–De tú,
hombre, de tú… Hay que joderse, hostia… –pareció pensarse la respuesta–. Pues
un vecino, ¿o qué pensabas?
Luego,
como si se hubiera dado cuenta de la obviedad que acababa de decir, completó la
frase, o lo que él entendió por tal, aclarándole poco o nada las cosas al
confuso Toni.
–Txerran, me llaman. Es de Hernando, ¿sabes?,
Hernando Zabaleta Gamboa, aunque me lo dicen por otra cosa, los muy cabrones…
Toni no
entendía nada de lo que el tipo le estaba diciendo. Era como si hablara
talmente en vasco, para el caso. Seguro que tenía una historia que contar, pero
él no disponía de tiempo para historias alrededor de la hoguera: debía encontrar a Bea.
–Oiga, no
quiero parecer maleducado, pero seguro que entiende la situación… –Toni se
metió de nuevo en el portal, pegándose al cristal de la puerta cerrada. El
vasco no parecía demasiado preocupado por estar expuesto a la vista en medio de
la acera.
–De tú,
hijo… Que no te preocupes, éstos no ven muy bien… Sí andan finos de oído, los
muy hijoputas, a la mañana ya lo comprobaste, ¿no?, con el peinazo que metiste
allá en la fábrica…
Toni no
parecía demasiado asombrado. ¿Qué impedía que el vasco supiera cuándo habían
llegado y qué habían hecho? Si en esos momentos estaba allí frente a él, era
sin duda porque le había seguido, no por una simple casualidad.
–¿Lo vio?
–Claro,
hijo. Allí estaba el Txerran, en
primera fila. Si no te hubieras espabilado con el bicho aquél, me habría tocado
partirle el cuello, pues… ¡Menuda clavada le metiste! Tienes cojones, sí,
señor… –pareció de repente acordarse de algo–. Oye, ¿cuántos sois? No pude ver
bien a la gente que iba en el coche militar…
La primera
reacción de Toni ante la pregunta fue, a pesar de lo bien que le caía el tipo,
desconfiar. ¿Qué le importaba a él cuántos eran? ¿Con qué finalidad intentaba
averiguarlo? El vasco le estaba leyendo el pensamiento.
–Vamos a
ver, hijo, que a mí me da igual si venís tres o treinta… que lo digo por si hay
que enganchar el remolque o qué…
–¿Qué
remolque?
–¿Cuál va
a ser? El del tractor.
Toni no
entendía nada. Ese tipo hablaba de un tractor, de un remolque, de cuántos eran,
y de enganchar… Miró hacia atrás; hasta donde la vista le alcanzaba, no vio
ningún tractor. Otra vez se le adelantó el vasco.
–No te
imaginarás que iba a traerlo hasta aquí, ¿verdad? Hasta tú me habrías oído… –no
parecía perder la paciencia, después de todo–. Bueno, ¿qué, me lo dices o no?
–Somos… seis,
conmigo.
–Entonces,
con remolque. No cabemos todos en la cabina.
Comenzó a
caminar calle abajo, por donde había llegado. Tras dar media docena de pasos y
comprobar que Toni seguía inmóvil, clavado en el portal, se volvió y dijo:
–¿Te vas a
quedar ahí mucho rato?
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