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jueves, 4 de diciembre de 2014

Cuarta parte. Ocho. 1

–Menudo jaleo, ¿eh?
Toni se sobresaltó tanto que se le cayó el hacha de la mano. La cabeza metálica del arma golpeo contra las baldosas de la acera, y al joven le pareció que el agudo sonido que produjo debía de haberse escuchado en muchos kilómetros a la redonda. El tipo que había hablado se llevó el dedo índice a los labios.
–Ssssssh… Sin ruidos, chaval, que ésos tienen el oído fino…
Si hubiera un tipo de vasco ideal, uno que pudiera identificar a todo un pueblo, Toni, que tampoco tenía mucha idea sobre los vascos –de hecho, los pocos que había conocido se habían quedado en Vitoria el día anterior– ni sobre tipología humana, pensó que ése sería el hombre que estaba plantado frente a él con los brazos en jarras. Alto, más o menos como Koldo, pero más fuerte, incluso robusto, con la mandíbula, rectangular, sólidamente encajada bajo el cráneo; los ojos marrones le chispeaban, al parecer de alegría, o eso interpretó Toni; bajo la típica txapela vasca, una mata de pelo negro y rebelde asomaba por todas partes. Probablemente, no tendría más de cincuenta años. La punta de un puro apagado le colgaba de la comisura de la boca.
La primera intención de Toni fue agacharse para coger el hacha, pero eso le habría dejado inerme ante el tipo. Hizo entonces ademán de agarrar el fusil, mas el vasco se le adelantó.
–No te preocupes, hijo. Si hubiera querido liquidarte, he tenido varias ocasiones, pues…
Había algo en su voz, grave pero campanilleante, y en su aspecto, en su actitud, que enseguida se ganó la confianza de Toni. Justo lo contrario de lo que le había sucedido con los vascos vitorianos, que solo le habían llenado de desasosiego y malestar… Éste, en cambio, parecía un hombretón bueno, sin maldad encubierta, sin propósitos ocultos. Lo parecía…
–Está jodida la cosa, ¿no?
Toni asintió con la cabeza. Ahora sí se inclinó a recoger el hacha, sin que el vasco pusiera objeción alguna. Con ella en la mano, Toni se sintió mejor, más tranquilo. Entonces, dejó oír su voz.
–Estoy buscando a mis compañeras…
–Ya lo sé chaval, ya lo sé –el tipo hizo una mueca de desagrado, torció la cabeza, y escupió en medio de la calle–. Yo creo que andan en esa de la esquina.
Señalaba la casa de tres plantas de piedra marrón que se veía al fondo de la calle, aunque en realidad estaba en la plaza mayor del pueblo. Era, en efecto, donde se habían refugiado Bea y los demás. Toni, poco dado a la curiosidad, no pudo, sin embargo, reprimir la pregunta.
–¿Quién es usted?
–De tú, hombre, de tú… Hay que joderse, hostia… –pareció pensarse la respuesta–. Pues un vecino, ¿o qué pensabas?
Luego, como si se hubiera dado cuenta de la obviedad que acababa de decir, completó la frase, o lo que él entendió por tal, aclarándole poco o nada las cosas al confuso Toni.
Txerran, me llaman. Es de Hernando, ¿sabes?, Hernando Zabaleta Gamboa, aunque me lo dicen por otra cosa, los muy cabrones…
Toni no entendía nada de lo que el tipo le estaba diciendo. Era como si hablara talmente en vasco, para el caso. Seguro que tenía una historia que contar, pero él no disponía de tiempo para historias alrededor de la hoguera: debía encontrar a Bea.
–Oiga, no quiero parecer maleducado, pero seguro que entiende la situación… –Toni se metió de nuevo en el portal, pegándose al cristal de la puerta cerrada. El vasco no parecía demasiado preocupado por estar expuesto a la vista en medio de la acera.
–De tú, hijo… Que no te preocupes, éstos no ven muy bien… Sí andan finos de oído, los muy hijoputas, a la mañana ya lo comprobaste, ¿no?, con el peinazo que metiste allá en la fábrica…
Toni no parecía demasiado asombrado. ¿Qué impedía que el vasco supiera cuándo habían llegado y qué habían hecho? Si en esos momentos estaba allí frente a él, era sin duda porque le había seguido, no por una simple casualidad.
–¿Lo vio?
–Claro, hijo. Allí estaba el Txerran, en primera fila. Si no te hubieras espabilado con el bicho aquél, me habría tocado partirle el cuello, pues… ¡Menuda clavada le metiste! Tienes cojones, sí, señor… –pareció de repente acordarse de algo–. Oye, ¿cuántos sois? No pude ver bien a la gente que iba en el coche militar…
La primera reacción de Toni ante la pregunta fue, a pesar de lo bien que le caía el tipo, desconfiar. ¿Qué le importaba a él cuántos eran? ¿Con qué finalidad intentaba averiguarlo? El vasco le estaba leyendo el pensamiento.
–Vamos a ver, hijo, que a mí me da igual si venís tres o treinta… que lo digo por si hay que enganchar el remolque o qué…
–¿Qué remolque?
–¿Cuál va a ser? El del tractor.
Toni no entendía nada. Ese tipo hablaba de un tractor, de un remolque, de cuántos eran, y de enganchar… Miró hacia atrás; hasta donde la vista le alcanzaba, no vio ningún tractor. Otra vez se le adelantó el vasco.
–No te imaginarás que iba a traerlo hasta aquí, ¿verdad? Hasta tú me habrías oído… –no parecía perder la paciencia, después de todo–. Bueno, ¿qué, me lo dices o no?
–Somos… seis, conmigo.
–Entonces, con remolque. No cabemos todos en la cabina.
Comenzó a caminar calle abajo, por donde había llegado. Tras dar media docena de pasos y comprobar que Toni seguía inmóvil, clavado en el portal, se volvió y dijo:
–¿Te vas a quedar ahí mucho rato?


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