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martes, 30 de diciembre de 2014

Cuarta parte. Nueve. 8

Dos disparos, en una rapidísima sucesión, cortaron por la mitad el denso silencio de la mañana. Toni no sintió el primero, pero el segundo le dio de lleno en el hombro, tumbándolo bruscamente. Cayó sobre el asfalto mientras soltaba a Juan y al mismo tiempo que un terrible latigazo de dolor inundaba su cerebro. Durante un eterno segundo, las tres mujeres se quedaron paralizadas por la sorpresa. Bea miraba a Toni, caído en el suelo, pero su cerebro parecía no entender lo que los ojos le transmitían. Vicky, reaccionando por fin, se apresuró a recoger a su hijo, lanzándose con él en brazos hacia la cuneta, al pie de la vegetación que les ocultaba el caserío. Solo entonces, cuando le tuvo contra su pecho, se dio cuenta de que el niño estaba muerto. El primer disparo le había atravesado la cabeza, y su sangre empapaba la cazadora de su madre…
Bea, por fin, asimiló lo sucedido, y, tras empujar a Sara contra la cuneta en la que se había refugiado Vicky, agarró a Toni de una bota y lo arrastró hacia allí. Antes de ver cómo estaba, armó su HK y soltó una pequeña ráfaga en dirección al caserío, de donde habían provenido los disparos. No habían sido tiros de escopeta, sino de fusil de caza, porque no eran postas sino balas las que habían impactado en los cuerpos de Toni y de Juan.
–¡Sigan su camino! ¿Oyeron?
Un gran vozarrón de hombre acababa de anunciarles que no eran bien recibidos, por si acaso los disparos no hubieran sido lo suficientemente elocuentes. Bea sentía subir la presión en su interior. Se arrastró medio metro, tratando de encontrar mejor posición de tiro. Pero no lograba ver nada más que la difusa silueta del tejado del caserío a través de los árboles…
–¡No somos muertos…! ¡Nos han herido! –gritó Bea, tratando de fijar la posición del tirador.
Nadie respondió. ¿Habría más de uno, allá arriba? Luego, tras unos segundos durante los cuales Bea tuvo que oír los sollozos de Vicky mientras acunaba el cadáver de su hijo, de nuevo la voz del mismo hombre respondió.
–¡Los confundimos…! ¡Pero aquí no hay nada para ustedes! ¡No se acerquen más! ¡Váyanse! ¡Váyanse!
Siguió lo que parecía una conversación entre dos hombres, en voz más baja, pero en vasco, de modo que no pudieron entender nada. Bea, de todas formas, creía haberlos localizado: no estaban en el caserío sino fuera, en lo alto del sendero que moría a los pies de la curva, donde ellos estaban, apenas protegidos por la maleza de la cuneta. Intentó reptar para mejorar su posición. Y entonces, una mano agarró su pierna. Se volvió, sin comprender, y vio a Toni, que le hablaba con voz apagada.
–Bea, déjalo… Abandona tu ira. No podrás con ellos… tienen buena puntería…
–Pero, entonces, ¿qué hacemos? Estás herido, necesitas atención, y no tengo ni siquiera tiritas…
La enfermera se inclinó sobre Toni y le examinó el hombro. Le dio la vuelta ligeramente, palpándole el omóplato. No había orificio de salida, el proyectil estaba alojado, quizá interesando el hueso… Toni apretó los dientes, aguantando un gemido de dolor cuando Bea le tocó.
–Tengo que extraerte la bala, Toni… –dijo Bea, pensando inmediatamente en el afiladísimo cuchillo de combate del chaval.
–No… no hay tiempo, ahora no… tendría una hemorragia –Toni sabía algo de heridas; levantó ligeramente la cabeza, con una débil sonrisa irónica en el rostro–, y no veo por aquí al equipo de emergencias…
Bea se mesó el cabello con ambas manos. Había dejado el fusil en el suelo. Los del caserío no parecían constituir una amenaza, aparte del daño que ya les habían causado. Miró a Vicky, que abrazaba a su hijito muerto. Sintió una lástima infinita. Esa mujer había perdido, en el transcurso de unos pocos días, a su marido, a su hermana y a sus dos hijos. ¿Qué más podía pasarle?
Toni se incorporó, usando su fusil como muleta. Bea le ayudó inmediatamente, sin comprender muy bien el movimiento del de Malasaña. ¿Adónde iba?
–¿Qué te propones? –le preguntó.
–Vamos. Hay que continuar, o nunca llegaremos…


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