La neblina
seguía pegada al suelo como una lapa a las rocas de la orilla del mar, y aunque el
sol se dejaba ver entre jirones de humo gris, no lograba disipar completamente
las brumas de la superficie de la tierra húmeda. Siguieron caminando por la
carretera, atentos a cualquier cosa que no fuera normal, en un mundo donde las
referencias de normalidad habían cambiado drásticamente en los últimos tiempos.
El silencio, entre otras cosas, era absoluto, tan solo roto por el sonido del
roce de sus ropas al caminar. Incluso los pájaros, que tan
abundantes debían ser en aquellos bosques, parecían haber enmudecido, cautos,
atemorizados por su forma de hablar y sus gestos, que tanto diferían de los de los
deambulantes, a los que se habían ya
acostumbrado tras varios meses de convivencia
con ellos.
Cuando
llevaban una hora de marcha, el pequeño Juan comenzó a dar muestras de
cansancio, mejor dicho, de agotamiento. Su menudo cuerpo, sobre todo en el lamentable estado de salud en que se encontraba, no estaba preparado para afrontar ese esfuerzo extra. Toni volvió
a cargar a cuestas con él, como el día anterior. La cabecita del niño descansaba,
inerme, sobre el hombro izquierdo de Toni, en el hueco que formaba su cuello.
Se
detuvieron en un cruce de caminos, y Bea no tuvo más remedio que consultar el
mapa. Gracias a que era un plano militar detalladísimo, supo que estaban en Erbera,
una especie de entidad local de caseríos dispersos, o algo semejante que se le
escapaba, y que pertenecía al municipio de Maruri-Jatabe, El poblamiento era
tan etéreo que no tenía ni idea de dónde podría estar el núcleo principal. En
cualquier caso, tampoco lo necesitaban para seguir adelante. Hacia el norte,
sin duda, y por carretera asfaltada.
El paisaje
era precioso, incluso con la niebla pegada al suelo. O quizá por eso. La
carretera zigzagueaba entre los montes, verdes casi siempre, y ocres en algunas
zonas, pocas, de árboles de hoja caduca, sobre todo en los alrededores de
lugares habitados o manipulados por el hombre. De vez en cuando, algún caserío
asomaba entre los árboles y la bruma, y entonces se ponían todos en alerta,
esperando que pasara algo… Respiraban tranquilos cuando la casa se perdía a su
espalda, tras la última curva o la ladera de un monte, y nada había sucedido…
En otras circunstancias, habrían dado algo bueno por encontrar gente, por
recibir ayuda, pero, ese día, asociaban la idea de personas con peligro inminente,
y no influía en ello el hecho de que estuvieran vivas o muertas…
Aunque el
territorio era abrupto, accidentado, de vez en cuando se asomaban a extensas
llanuras de prado, en las que un caserío ponía la nota pintoresca. Una vez,
vieron a lo lejos unas cuantas vacas pastando libremente. Por allí no debían
abundar los deambulantes, desde luego. Hasta en tres ocasiones se toparon con
otros tantos coches parados en el arcén, libres de ocupantes. Pero ninguno de
ellos arrancó. El tiempo había hecho estragos en las baterías…
Se pararon
de nuevo para descansar un rato en un alto de la carretera, desde donde
divisaron la línea de montes que cerraba el horizonte hacia el norte, no muy
lejos ya. Bea presumió que allí estaría el mar, y por tanto Lemóniz. O, mejor
dicho, la planta nuclear del mismo nombre, y que aparecía en un círculo rojo en
el mapa.
Toni nunca
había visto el mar. Pero intuía que esa mezcla de olores que percibía,
distintos de la característica humedad ambiente, y de la tierra mojada, y de
los pinos y abetos de los bosques cercanos, tenía que ser el aroma del agua
salada.
–¿Falta
mucho? –preguntó Sara, parándose de pronto en medio de la carretera, en una
curva muy cerrada de la que salía un pequeño sendero que ascendía monte arriba,
hasta un caserío medio oculto por la vegetación que dominaba la carretera. Al
pie, casi en la carretera, junto a unos buzones metálicos en forma de casita de
color verde clavados en un poste, un cartel rezaba: SARAKOETXE Auzoa /
TXATXIMINTA Bidea[1].
Debía de
ser cerca del mediodía. Bea calculó, en función del tiempo que llevaban
caminando, y de la velocidad de su avance, que debía de ser más o menos la
mitad del ritmo normal en una persona habituada a las caminatas, como ella
misma en sus tiempos, que no podrían estar a mucho más de un kilómetro de la
costa. Y, sin embargo, la espesura del bosque y los montes les impedían ver el
mar incluso desde tan cerca.
–No, una
hora o así. No más…
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