Día
noventa y siete. Amaneció sobre las inmediaciones de Munguía con el sol semioculto
por un manto brumoso impregnado de humedad. Hacía frío dentro del caserío. Si
se hubieran atrevido a encender la chimenea… Bea abrió una ventana de la
habitación del primer piso donde habían dormido todos juntos, por si acaso.
El valle
aparecía cubierto por una tenue neblina, que en algunas zonas se deshacía en
jirones fantasmales que parecían ascender y después desvanecerse contra el azul
del cielo, que iba cobrando intensidad sobre las cimas en la lejanía. El curioso
halo de la niebla pegada al suelo, pero con el cielo sobre ella, tenía un
efecto relajante sobre Bea, era como ver dos películas al mismo tiempo, ambas
ilusorias pero tremendamente reales, las películas de su propia vida, una
deseada con anhelo, la otra temida por cuanto suponía de misterio, de
incertidumbre, de muerte…
Toda la
campiña estaba densamente poblada por caseríos, que jalonaban la carretera o se
desperdigaban en medio del verde paisaje vasco. Esa mañana, de algunos, solo
atisbaba la chimenea, las partes altas del tejado…; de otros, ni siquiera eso, porque
estaban completamente ocultos por la niebla baja. En cada uno de ellos podía
esperarles algún peligro, fuera en forma de muertos o, peor aún, de seres vivos
y todavía, aunque no demasiado, pensantes. Habían tenido suerte al escoger ése
la noche anterior, porque estaba vacío; no del todo, pero al menos no había en
su interior nada que supusiera un peligro para sus vidas. Pero la suerte podía
alejarse de su lado, escurridiza, en cualquier momento, y por eso era mejor no
tentarla en exceso.
Ahora, en
unos minutos, debían ponerse de nuevo en camino. Calculó que deberían recorrer
unos 10 km para llegar a Lemóniz. No era mucha distancia, pero a pie, sin
conocer el terreno, y con toda clase de bestias
sueltas por los bosques y los montes… Bea se descorazonó solo de pensar en
ello.
–¿Algo
nuevo?
Toni se
había situado detrás de ella, y le apretaba suavemente el hombro con su mano.
–No. Solo
niebla… –se volvió hacia el chaval y le ofreció una sonrisa de buenos días–. Deja
que te vea la herida…
–Es igual.
Ya no tengo infección.
La
enfermera, ejerciendo de tal, frunció el ceño en evidente señal de desconfianza.
–¿En
serio? Soy yo quien tiene que decidir eso…
Toni, a su
pesar, se dejó hacer. Bea le quitó el vendaje y examinó el mordisco. Tenía
mejor aspecto. No estaba demasiado cerrado el desgarro, pero los bordes
aparecían limpios, demasiado limpios, extrañamente
limpios…
–Qué raro…
Ayer no pintaba muy bien, y ahora…
–Ya te
dije que estaba bien. No tengo fiebre, y tampoco me duele. Yo creo que estoy
curado, ¿no?
Bea volvió
a juntar las cejas y a arrugar la nariz. Era verdad, Toni no presentaba ninguno
de los síntomas que se habían manifestado desde que recibió el mordisco. Tras
pasar la crisis, parecía encontrarse perfectamente. Y apenas habían pasado
cuarenta horas… No lograba explicárselo.
–Toni,
aunque te extrañe lo que te voy a decir, hay una pequeña probabilidad de que
seas inmune a lo que quiera que ha acabado con todo el mundo. Hasta ahora, ninguna
persona que conozcamos atacada por los deambulantes había logrado sobrevivir. Y
tú, no solo estás vivo sino que, además, pareces haberte recuperado sin secuelas…
–¿Quiere
eso decir que no me pueden matar? –había un evidente tono irónico en las
palabras de Toni, que Bea captó inmediatamente.
–Tonto…
Serías el primer caso para estudiar en serio… si quedaran laboratorios y
científicos para poder hacerlo.
–Te
olvidas de Juan…
La joven
se dio cuenta en ese momento de que, efectivamente, había olvidado que el niño
también había sido mordido y no estaba muerto. Sin embargo, no se había
recuperado como Toni. Aún seguía débil, y hacía más tiempo de la herida… Quizá
su diabetes tuviera algo que ver en eso, también.
–Es verdad
–reconoció, pensativa–. Y también su hermano... Aunque él murió, sin embargo no volvió…
Sara y
Vicky ya se habían despertado. Apenas emplearon unos pocos minutos en desayunar
lo que habían encontrado la noche anterior revolviendo la despensa del caserío:
queso amargo, arenques en salazón y pan durísimo que tuvieron que dejar
remojando en agua toda la noche. Toni lamentó no poderse llevar la barrica de
madera con el resto de los arenques, estaban buenísimos…
Cargaron
con las mochilas, cada vez más magras, y con las armas, cada vez con menos
munición. La única arma de valor que Toni agradecía y en la que confiaba era su
hacha, que hasta el momento no le había fallado. Lo demás era prescindible,
hacía demasiado ruido… Toni inspeccionó los alrededores desde la ventana, para
asegurarse de no tener sorpresas desagradables nada más salir al exterior.
Cuando todos estuvieron preparados, abandonaron el caserío.
–¿No nos
podemos quedar aquí, Bea?
Bea miró a
Sara con ternura. Cada vez que se detenían en alguna casa para pasar la noche,
la niña siempre le hacía esa pregunta. Solo podía significar un anhelo muy
profundo de seguridad, de sentirse protegida por una estructura sólida, de
piedra y cemento… un deseo interior de echar raíces, de permanecer…
–No,
cariño. Este lugar no es seguro –después, volviéndose a los demás–. No os
dejéis nada…
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