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viernes, 26 de diciembre de 2014

Cuarta parte. Nueve. 6

Día noventa y siete. Amaneció sobre las inmediaciones de Munguía con el sol semioculto por un manto brumoso impregnado de humedad. Hacía frío dentro del caserío. Si se hubieran atrevido a encender la chimenea… Bea abrió una ventana de la habitación del primer piso donde habían dormido todos juntos, por si acaso.
El valle aparecía cubierto por una tenue neblina, que en algunas zonas se deshacía en jirones fantasmales que parecían ascender y después desvanecerse contra el azul del cielo, que iba cobrando intensidad sobre las cimas en la lejanía. El curioso halo de la niebla pegada al suelo, pero con el cielo sobre ella, tenía un efecto relajante sobre Bea, era como ver dos películas al mismo tiempo, ambas ilusorias pero tremendamente reales, las películas de su propia vida, una deseada con anhelo, la otra temida por cuanto suponía de misterio, de incertidumbre, de muerte…
Toda la campiña estaba densamente poblada por caseríos, que jalonaban la carretera o se desperdigaban en medio del verde paisaje vasco. Esa mañana, de algunos, solo atisbaba la chimenea, las partes altas del tejado…; de otros, ni siquiera eso, porque estaban completamente ocultos por la niebla baja. En cada uno de ellos podía esperarles algún peligro, fuera en forma de muertos o, peor aún, de seres vivos y todavía, aunque no demasiado, pensantes. Habían tenido suerte al escoger ése la noche anterior, porque estaba vacío; no del todo, pero al menos no había en su interior nada que supusiera un peligro para sus vidas. Pero la suerte podía alejarse de su lado, escurridiza, en cualquier momento, y por eso era mejor no tentarla en exceso.
Ahora, en unos minutos, debían ponerse de nuevo en camino. Calculó que deberían recorrer unos 10 km para llegar a Lemóniz. No era mucha distancia, pero a pie, sin conocer el terreno, y con toda clase de bestias sueltas por los bosques y los montes… Bea se descorazonó solo de pensar en ello.
–¿Algo nuevo?
Toni se había situado detrás de ella, y le apretaba suavemente el hombro con su mano.
–No. Solo niebla… –se volvió hacia el chaval y le ofreció una sonrisa de buenos días–. Deja que te vea la herida…
–Es igual. Ya no tengo infección.
La enfermera, ejerciendo de tal, frunció el ceño en evidente señal de desconfianza.
–¿En serio? Soy yo quien tiene que decidir eso…
Toni, a su pesar, se dejó hacer. Bea le quitó el vendaje y examinó el mordisco. Tenía mejor aspecto. No estaba demasiado cerrado el desgarro, pero los bordes aparecían limpios, demasiado limpios, extrañamente limpios…
–Qué raro… Ayer no pintaba muy bien, y ahora…
–Ya te dije que estaba bien. No tengo fiebre, y tampoco me duele. Yo creo que estoy curado, ¿no?
Bea volvió a juntar las cejas y a arrugar la nariz. Era verdad, Toni no presentaba ninguno de los síntomas que se habían manifestado desde que recibió el mordisco. Tras pasar la crisis, parecía encontrarse perfectamente. Y apenas habían pasado cuarenta horas… No lograba explicárselo.
–Toni, aunque te extrañe lo que te voy a decir, hay una pequeña probabilidad de que seas inmune a lo que quiera que ha acabado con todo el mundo. Hasta ahora, ninguna persona que conozcamos atacada por los deambulantes había logrado sobrevivir. Y tú, no solo estás vivo sino que, además, pareces haberte recuperado sin secuelas…
–¿Quiere eso decir que no me pueden matar? –había un evidente tono irónico en las palabras de Toni, que Bea captó inmediatamente.
–Tonto… Serías el primer caso para estudiar en serio… si quedaran laboratorios y científicos para poder hacerlo.
–Te olvidas de Juan…
La joven se dio cuenta en ese momento de que, efectivamente, había olvidado que el niño también había sido mordido y no estaba muerto. Sin embargo, no se había recuperado como Toni. Aún seguía débil, y hacía más tiempo de la herida… Quizá su diabetes tuviera algo que ver en eso, también.
–Es verdad –reconoció, pensativa–. Y también su hermano... Aunque él murió, sin embargo no volvió
Sara y Vicky ya se habían despertado. Apenas emplearon unos pocos minutos en desayunar lo que habían encontrado la noche anterior revolviendo la despensa del caserío: queso amargo, arenques en salazón y pan durísimo que tuvieron que dejar remojando en agua toda la noche. Toni lamentó no poderse llevar la barrica de madera con el resto de los arenques, estaban buenísimos…
Cargaron con las mochilas, cada vez más magras, y con las armas, cada vez con menos munición. La única arma de valor que Toni agradecía y en la que confiaba era su hacha, que hasta el momento no le había fallado. Lo demás era prescindible, hacía demasiado ruido… Toni inspeccionó los alrededores desde la ventana, para asegurarse de no tener sorpresas desagradables nada más salir al exterior. Cuando todos estuvieron preparados, abandonaron el caserío.
–¿No nos podemos quedar aquí, Bea?
Bea miró a Sara con ternura. Cada vez que se detenían en alguna casa para pasar la noche, la niña siempre le hacía esa pregunta. Solo podía significar un anhelo muy profundo de seguridad, de sentirse protegida por una estructura sólida, de piedra y cemento… un deseo interior de echar raíces, de permanecer…
–No, cariño. Este lugar no es seguro –después, volviéndose a los demás–. No os dejéis nada…


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