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miércoles, 24 de diciembre de 2014

Cuarta parte. Nueve. 5

Bea era una andarina vocacional. Solía dar largos paseos siempre que podía, por la ciudad y, con mayor gusto, por el campo. Sin embargo, el viaje que hacía apenas media hora que habían emprendido no se parecía en nada a las caminatas con las que tanto disfrutaba. Era lógico que así fuera, a poco que reflexionara sobre ello: ¿cómo habría de ser igual un paseo por la senda del río, con una temperatura agradable, sin peso extra, sin preocupaciones, sabiendo que, a su regreso, una cena caliente le esperaba en casa, que caminar teniendo que mirar continuamente atrás, pensando que cada paso podría ser el último, encabezando una penosa comitiva de heridos y niños, con no más de 5 o 6 grados pese a que el sol aparecía nítido en un cielo azulísimo, cargados con fusiles de combate, sin más aliciente que vivir un minuto más, un día más, y sin ninguna expectativa de alcanzar un destino seguro, un final cierto?
Le daba vértigo solo pensarlo, de modo que dejó de hacerlo. Lo único que tenía sentido ese día era andar, andar hacia delante, intentar llegar a Lemóniz, hubiera allí lo que hubiera. Y, si no había nada, darse un tiro mirando al mar… A su lado, Toni caminaba renqueante, no solo por la infección que le causaba debilitamiento, sino porque, además, llevaba a cuestas a Juan; el pequeño, sin la alimentación y el descanso necesarios, estaba tardando en recuperarse, y sus fuerzas eran pocas, apenas las necesarias para agarrarse al cuello de Toni mientras se dejaba llevar.
¿Cuánto habrían avanzado? Hacía algo más de media hora que partieron desde lo alto de la carretera que cruzaba la autovía. En circunstancias normales, ella podía recorrer, sin ir demasiado aprisa, unos 5 km a la hora. Miró de soslayo a sus compañeros: parecían agotados, caminaban tensos, expectantes, temiendo cada ruido que el escaso viento provocaba en la vegetación que les acompañaba a lo largo de la carretera… Bea no creyó que hubieran avanzado más de un kilómetro… Calculó, a ese ritmo, una media de 2 km por hora, con suerte, y siempre que no tuvieran que desviarse mucho, lo que daba un total de entre cinco y seis horas de marcha. Además, tendrían que parar a descansar, sobre todo Toni… Miró al cielo, al lugar que ocupaba el sol en plena declinación… Se les iba a hacer de noche. Tendrían que buscar algún sitio donde meterse, y continuar por la mañana. Caminaban por la carretera. Aunque el vasco les había dicho que era más seguro a campo traviesa, Bea no lo tenía tan claro. Quizá si les hubiera acompañado alguien con el suficiente conocimiento del territorio, habrían podido alejarse de la carretera, pero ella, incluso con la ayuda del mapa, probablemente tuviera que esforzarse para seguir la ruta correcta sin perderse… De modo que no entraba en sus cálculos abandonar la carretera, a pesar de todo.
Bea se paró. Acababan de llegar a un cruce con otra carretera. Miró el mapa, y luego un indicador: a Gorliz 9 km. Por ahí tenía que ser. Al menos, de momento. No habían dejado de ver caseríos salpicando la vía, o grupos de casas aisladas, pero no se había atrevido a inspeccionar ninguna, porque no contaban con una salida rápida en coche en caso de que surgieran problemas. Lo único que podían hacer, si había peligro, era correr. «¿En serio?», se preguntó, desafiando con su insólito humor los negros presagios de la situación en que se hallaban. «Por supuesto que no», se vio obligada, finalmente, a responderse: apenas les llegaban las fuerzas para andar, ¿cómo iban a correr? Solo podían suplicar que no sucediera nada…
–Quizá podríamos pasar la noche ahí, si te parece…
Toni sabía que no iban a poder seguir avanzando de noche; además de peligroso, lo más probable es que se perdieran, en un mundo sin más luz nocturna que la de las estrellas. Ni siquiera la luna estaba de su parte… Bea no perdió demasiado tiempo en mirar el caserío que Toni le señalaba, justo al borde de la carretera y apenas a 20 metros delante de ellos.
–No sé, Toni, acuérdate del caserío de ayer… parecía tan tranquilo, y tuvimos que hacer una escabechina…
–Puede que tengamos más suerte…
–No es suerte lo que nos sobra… al menos de la buena…
El joven dirigió su mirada hacia Sara y Vicky, que asistían a la conversación en silencio. Bea sabía que todos acatarían su decisión, pero leyó en los ojos de ambas una súplica callada. Tuvo que reconocer que seguir adelante era, cuando menos, arriesgado, ya que cuando fuera noche más cerrada, deberían meterse en algún sitio, y quizá no tuvieran mucho donde elegir. Accedió finalmente a la reclamación de los demás.
–Esperad aquí.
Comenzó a acercarse al caserío, pero Toni, dejando a Juan en el suelo al cuidado de su madre, le dio alcance. La agarró suavemente pero con firmeza por el brazo, como otras veces.
–Creo que olvidas quién es el explorador de la tribu…
–Estás herido, Toni…
–Tonterías…
El joven se aproximó a la casa, ya al alcance de ambos supervivientes, antes de que Bea pudiera seguir poniendo objeciones. Como de costumbre, había empuñado su hacha. Era un caserío de dos plantas más buhardilla, justo al lado de la carretera, blanco, como la mayoría del lugar. No muy grande, no, al menos, el más grande de cuántos tenían a la vista desde allí. Pero, si no tenía inquilinos, serviría mejor a sus propósitos: más pequeño, mejor para inspeccionar y vigilar.
Las ventanas de la planta baja tenían barrotes. Toni empujó con el pie una de las puertas, mientras Bea, con el fusil encañonando al frente, le cubría. No pasó nada. La enfermera se acercó más, protegiendo la entrada, en tanto el chaval se adentraba en el caserío. Tras unos minutos de espera en tensión, volvió a salir.
–Está despejado. Solo hay un par de muertos en una habitación de arriba, pero tranquila: están bien muertos…
Entraron todos en la casa, atrancando la puerta desde el interior, y asegurando las demás entradas. Buscaron algo para comer. No encontraron gran cosa, pero sí lo suficiente para no desfallecer. Después, se reunieron en la cocina, y, aunque también tenía hogar, no estuvieron tentados esta vez de encender fuego. Tendrían que pasar la noche abrigados con las mantas que había en la casa. Quizá no tuvieran más sobresaltos ese día…


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