Bea
consultó el mapa. Según la escala, les quedaban unos 11 km. Se descorazonó: 11
km caminando por pistas forestales, montes, y quién sabía qué más, con Toni herido,
debilitado por la infección, y un niño que apenas podía sostenerse en pie… sin
casi agua ni comida, con apenas unas cuantas balas…
Se habían
parado justo sobre la autovía, desde donde podían controlar el acceso del
pueblo. Bea le cedió a Toni el tiro de gracia al vasco, tal y como había
solicitado antes de morir. Amortiguó todo lo que pudo el disparo con las
propias ropas del Txerran, por si
acaso merodeaban algunos deambulantes por la zona.
Después,
una vez se aseguraron de que estaban solos, habían comenzado a caminar en la
dirección que les señaló el vasco, y no habían tardado mucho en llegar hasta
donde se encontraban en esos momentos. Nadie les había seguido, ni muertos ni
vivos. Desde esa altura y esa distancia, el espectáculo de las llamas devorando
el centro de Munguía era desolador, pero, por algún motivo que desconocían, les
confortaba a todos, como si fuera una especie de compensación por las
desgracias que habían sufrido en el pueblo.
Bea
intentó arrancar varios coches aparcados que encontraron de camino hacia la
salida del núcleo urbano, en las últimas calles del pueblo, pero sin resultado:
unos no tenían las llaves, y en los demás casos en que estaban puestas, y
después de desalojar a sus podridos conductores de los asientos, las baterías
estaban agotadas. Debían caminar si querían alcanzar su objetivo. Bea se
preguntó una vez más si realmente habría allí, en el círculo marcado
enigmáticamente en rojo en el mapa, algo por lo que mereciera la pena pasar
tantas calamidades, algo por lo que seguir viviendo… algo por lo que morir.
11 km por
delante… pero nada tras ellos, absolutamente nada por lo que volver, si es que
eso era posible ya. Decían que un largo viaje comienza con el primer paso. Y
eso es lo que hizo Bea: dar un paso. Y luego otro, y otro más… y los demás la
siguieron. ¿Qué otra cosa podían hacer?
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