Bea salió
al balcón. No podía creer lo que estaba viendo: un enorme tractor verde acababa
de detenerse justo al lado del edificio, literalmente pegado a la fachada. No lograba
ver con claridad la cabina, que estaba un poco más baja que el balcón, pero
creyó distinguir la forma de un hombre grande. Lo que si vio nítidamente fue a
Toni en medio del remolque que se había parado bajo el balcón.
Txerran abrió la puerta de la cabina y vio
el portal lleno de deambulantes; por ahí no podrían entrar. Además de un
suicidio, sería una pérdida de tiempo. Entonces le gritó a Bea, que asistía a
la increíble escena desde el balcón abierto:
–¡Vamos, nesca, que no tenemos todo el día!
–después se volvió a Toni, que no apartaba sus ojos de la enfermera, y le dijo
con su enorme vozarrón, pues el ruido del tractor, mezclado con el bramido de
los muertos, resultaba un estruendo infernal–. ¡Hijo, dales candela!
Toni
reaccionó. Desvió la mirada de Bea, y encendió una cerilla, que arrojó fuera
del remolque. Antes de llegar al suelo, la llama se apagó. Maldiciendo, el
joven encendió otro fósforo, pero, después de arrojarlo, golpeó contra la
cabeza de un muerto, y se apagó de igual manera, al no encontrar combustible en
su camino. Un tercero se apagó inmediatamente después de frotarlo contra el
canto de la caja. Miró ésta más detenidamente: estaba húmeda. Sin pensarlo
mucho más, zarandeó el depósito de gasolina, y comprobó que prácticamente se
había vaciado. Sin peso, no le costó ningún esfuerzo empujarlo fuera del remolque.
El depósito cayó sobre varios muertos, arrastrándolos al suelo.
–¡Bueno,
chaval, ¿los prendes o qué hostias, pues? –bramó el vasco, impacientándose y
mirando alternativamente a Toni y a Bea.
–¡Las
cerillas están mojadas! –respondió Toni
Nada más decirlo,
se descolgó el fusil y comenzó a disparar a través del hueco del portón, en
dirección al suelo impregnado de gasolina. Confiaba en que el impacto de las
balas arrancara las chispas necesarias que iniciaran la combustión. Pero la
barrera de muertos era tremenda. Los disparos se enterraban en los cuerpos
podridos sin llegar a su verdadero destino. Vació el cargador sin conseguir
otra cosa que tumbar a media docena de deambulantes.
Atenazado
por los nervios, puso otro cargador en el arma, el último que tenía, y repitió
la operación, pero esta vez tiro a tiro, apuntando mejor, seleccionado cada
disparo. Por fin, la cuarta bala impactó contra el asfalto encharcado, y las
llamas brotaron del suelo. Inmediatamente, como un reguero, decenas, cientos de
muertos se convirtieron en teas que iluminaban la plaza con un resplandor
fantasmal. Ésos ya no les molestarían más.
Toni se
echó el fusil a la espalda y tendió sus brazos hacia Bea, invitándola a
descolgarse del balcón. Pero la enfermera se volvió a meter en la habitación de
nuevo. Salió en un par de segundos con el pequeño Juan en brazos. Pasó su
debilitado cuerpo por la barandilla, y le sujetó por ambas muñecas, esperando
que Toni lo cogiera por las piernas. Pero el chaval no alcanzaba.
–¡Suéltalo!
–le gritó a Bea.
Bea dudó
un instante, pero sabía que no podían entretenerse demasiado tiempo en el
rescate, porque la situación podía volverse insostenible en cualquier momento,
a pesar de que, aparentemente, los muertos no podían alcanzarlos. Soltó a
Juan, que cayó sin sujeción apenas medio metro, hasta que los brazos de Toni lo
aferraron. Dejó al niño en el suelo del remolque, y se volvió de nuevo hacia el
balcón. Allí, Bea había sacado a Sara, y ya estaba saltando la barandilla. A
ella sí pudo agarrarla por las piernas, porque se fue deslizando hacia abajo
asida a los barrotes de hierro hasta ponerse a su alcance.
A su
alrededor, el intenso calor de la infernal hoguera en que se había convertido
la plaza mayor del pueblo comenzaba a resultar sofocante. Algunos muertos, en
su estúpido deambular envueltos en llamas, se habían metido en los portales y
en los locales abiertos, y pronto las llamas comenzaron a prender también en
los edificios, cuya decoración y estructuras empleaban con frecuencia madera.
Los deambulantes parecían insensibles al fuego, de cualquier forma, y los que
estaban junto al remolque seguían insistiendo, envueltos en llamas, en subir a
la plataforma. Sin embargo, aquellos a los que el efecto del intensísimo calor
comenzaba ya a afectar, se venían abajo al fundirse literalmente sus carnes
putrefactas, al desligarse sus músculos y ser incapaces de soportar el peso de
sus estructuras óseas… Se consumían sin dolor, sin ira, solamente con su
incansable gemido colgando de las bocas entreabiertas.
Cuando
Vicky estuvo a salvo en el remolque, Bea procedió a bajar, descolgándose por
los barrotes del balcón. Sintió un estremecimiento al notar las manos de Toni
rodeándola por la cintura, al deslizarse por su cuerpo y juntarse ambos en un
caluroso abrazo, al mirarse a los ojos a tan corta distancia, al respirar cada
uno el aliento cálido del otro… Pero no había tiempo para muchas delicadezas en
esos momentos.
–¡Vámonos!
–le gritó Toni al Txerran.
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