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martes, 16 de diciembre de 2014

Cuarta parte. Nueve. 1

Bea salió al balcón. No podía creer lo que estaba viendo: un enorme tractor verde acababa de detenerse justo al lado del edificio, literalmente pegado a la fachada. No lograba ver con claridad la cabina, que estaba un poco más baja que el balcón, pero creyó distinguir la forma de un hombre grande. Lo que si vio nítidamente fue a Toni en medio del remolque que se había parado bajo el balcón.
Txerran abrió la puerta de la cabina y vio el portal lleno de deambulantes; por ahí no podrían entrar. Además de un suicidio, sería una pérdida de tiempo. Entonces le gritó a Bea, que asistía a la increíble escena desde el balcón abierto:
–¡Vamos, nesca, que no tenemos todo el día! –después se volvió a Toni, que no apartaba sus ojos de la enfermera, y le dijo con su enorme vozarrón, pues el ruido del tractor, mezclado con el bramido de los muertos, resultaba un estruendo infernal–. ¡Hijo, dales candela!
Toni reaccionó. Desvió la mirada de Bea, y encendió una cerilla, que arrojó fuera del remolque. Antes de llegar al suelo, la llama se apagó. Maldiciendo, el joven encendió otro fósforo, pero, después de arrojarlo, golpeó contra la cabeza de un muerto, y se apagó de igual manera, al no encontrar combustible en su camino. Un tercero se apagó inmediatamente después de frotarlo contra el canto de la caja. Miró ésta más detenidamente: estaba húmeda. Sin pensarlo mucho más, zarandeó el depósito de gasolina, y comprobó que prácticamente se había vaciado. Sin peso, no le costó ningún esfuerzo empujarlo fuera del remolque. El depósito cayó sobre varios muertos, arrastrándolos al suelo.
–¡Bueno, chaval, ¿los prendes o qué hostias, pues? –bramó el vasco, impacientándose y mirando alternativamente a Toni y a Bea.
–¡Las cerillas están mojadas! –respondió Toni
Nada más decirlo, se descolgó el fusil y comenzó a disparar a través del hueco del portón, en dirección al suelo impregnado de gasolina. Confiaba en que el impacto de las balas arrancara las chispas necesarias que iniciaran la combustión. Pero la barrera de muertos era tremenda. Los disparos se enterraban en los cuerpos podridos sin llegar a su verdadero destino. Vació el cargador sin conseguir otra cosa que tumbar a media docena de deambulantes.
Atenazado por los nervios, puso otro cargador en el arma, el último que tenía, y repitió la operación, pero esta vez tiro a tiro, apuntando mejor, seleccionado cada disparo. Por fin, la cuarta bala impactó contra el asfalto encharcado, y las llamas brotaron del suelo. Inmediatamente, como un reguero, decenas, cientos de muertos se convirtieron en teas que iluminaban la plaza con un resplandor fantasmal. Ésos ya no les molestarían más.
Toni se echó el fusil a la espalda y tendió sus brazos hacia Bea, invitándola a descolgarse del balcón. Pero la enfermera se volvió a meter en la habitación de nuevo. Salió en un par de segundos con el pequeño Juan en brazos. Pasó su debilitado cuerpo por la barandilla, y le sujetó por ambas muñecas, esperando que Toni lo cogiera por las piernas. Pero el chaval no alcanzaba.
–¡Suéltalo! –le gritó a Bea.
Bea dudó un instante, pero sabía que no podían entretenerse demasiado tiempo en el rescate, porque la situación podía volverse insostenible en cualquier momento, a pesar de que, aparentemente, los muertos no podían alcanzarlos. Soltó a Juan, que cayó sin sujeción apenas medio metro, hasta que los brazos de Toni lo aferraron. Dejó al niño en el suelo del remolque, y se volvió de nuevo hacia el balcón. Allí, Bea había sacado a Sara, y ya estaba saltando la barandilla. A ella sí pudo agarrarla por las piernas, porque se fue deslizando hacia abajo asida a los barrotes de hierro hasta ponerse a su alcance.
A su alrededor, el intenso calor de la infernal hoguera en que se había convertido la plaza mayor del pueblo comenzaba a resultar sofocante. Algunos muertos, en su estúpido deambular envueltos en llamas, se habían metido en los portales y en los locales abiertos, y pronto las llamas comenzaron a prender también en los edificios, cuya decoración y estructuras empleaban con frecuencia madera. Los deambulantes parecían insensibles al fuego, de cualquier forma, y los que estaban junto al remolque seguían insistiendo, envueltos en llamas, en subir a la plataforma. Sin embargo, aquellos a los que el efecto del intensísimo calor comenzaba ya a afectar, se venían abajo al fundirse literalmente sus carnes putrefactas, al desligarse sus músculos y ser incapaces de soportar el peso de sus estructuras óseas… Se consumían sin dolor, sin ira, solamente con su incansable gemido colgando de las bocas entreabiertas.
Cuando Vicky estuvo a salvo en el remolque, Bea procedió a bajar, descolgándose por los barrotes del balcón. Sintió un estremecimiento al notar las manos de Toni rodeándola por la cintura, al deslizarse por su cuerpo y juntarse ambos en un caluroso abrazo, al mirarse a los ojos a tan corta distancia, al respirar cada uno el aliento cálido del otro… Pero no había tiempo para muchas delicadezas en esos momentos.
–¡Vámonos! –le gritó Toni al Txerran.


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