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domingo, 30 de noviembre de 2014

Cuarta parte. Siete. 4

El estúpido muerto del espejo se dio la vuelta, olvidándose del sujeto que tan rotundamente estaba frente a él pero al que, incomprensiblemente, era incapaz de agarrar. El ruido de los disparos le había hecho cambiar de idea: había ruido ahí fuera, luego debía de haber comida... Con paso tambaleante, se dirigió a la puerta, lanzando una mirada de incierto significado al deambulante que se afanaba por librarse de las cortinas con las que, enredándose, había caído al suelo poco antes. Mientras el del espejo salía de la habitación, el de la cortina tenía los ojos clavados en Sara y Juan. También había escuchado los disparos, pero eso no le hizo desviar la atención de la comida que tenía allí, justo al alcance de la mano en cuanto consiguiera librarse del embrollo en que se había metido poco antes.
Sara vio salir por la puerta al muerto del espejo, y entonces pensó que quizá no estuviera todo perdido. No sabía cómo, pero tenía que encontrar una respuesta al acuciante e inmediato problema que suponía para ella y para el niño seguir vivos. En cuanto el tipo del espejo hubo desaparecido en dirección a las escaleras, Sara, a gatas, salió de debajo de la mesa y se acercó al muerto que seguía luchando contra su propia estupidez en el suelo. Con suma atención, cuidando de no ponerse al alcance de sus horribles manos, le rodeó y agarró una de las puntas de la espesa y larga cortina. La pasó rápidamente por encima de la cabeza del muerto, mientras a éste se le acumulaba el trabajo, pues a la tarea de librarse de la cortina sumó la de intentar coger a Sara, golpeando inútilmente el vacío con sus manos transformadas en garras.
Después de un par de vueltas alrededor del deambulante, la niña recién estrenada en la edad adulta pensó que le había formado tan buen lío con la cortina, que estaría allí entretenido un buen rato. Corrió entonces hacia donde el pequeño Juan seguía desvanecido, y lo incorporó. Tenía que despertarlo si querían salir de allí. Los disparos afuera solo podían significar que Bea había regresado. Sara deseó con todas sus fuerzas que así fuera.
Por fin, el niño pareció reaccionar. Estaba aturdido, débil, pero logró mantenerse en pie, Sara le agarró por la cintura y salieron de la habitación. El muerto del espejo estaba bajando los escalones con mucha torpeza; a cada paso parecía que fuera a rodar toda la escalera. Entonces, abajo, Sara vio perfilarse la silueta inconfundible de Bea. Quiso llamarla, avisarla de que esa persona mala iba hacia ella, pero, antes de que pudiera hacerlo, escuchó la voz intensa de la enfermera.
–¡Al suelo!
Sara se dejó caer inmediatamente, arrastrando consigo a Juan. En realidad, no se hicieron daño, puesto que no se golpearon sino, más bien, se sentaron blandamente. Un disparo sonó, llenando el espacio de olor a pólvora. El muerto del espejo cayó hacia delante, rebotando en cada peldaño hasta llegar al suelo, y se detuvo justo a los pies de Bea. Ahora sí estaba muerto. Del todo.
Vicky apareció también, al lado de la enfermera. Miró hacia donde estaban Sara y Juan, y no pudo reprimir un grito de alegría, mientras subía las escaleras de tres en tres para abrazar a su hijo.
–¡Mi niño, mi niño!
Afuera, el rumor incipiente de hacía unos minutos se había transformado en clamor, primero, y después en atronador bramido. Los muertos estaban excitados, ansiosos. Con marcha torpe, pero tenaz, habían llegado hasta el pueblo, alcanzando poco después al ayuntamiento, el centro del núcleo urbano. Bea se asomó al portal que daba acceso al edificio, y echó un rápido vistazo. La horda se acercaba, lenta, pero inexorablemente. Aunque no supieran el lugar exacto desde el que se había disparado, y no les hubieran visto entrar en el edificio, en cuestión de minutos estarían inundando todo la plaza y los alrededores. Vio a los primeros deambulantes llegar a la altura del Rebeco.
Se quitó rápidamente de la vista, y cerró la puerta del portal tras ella. Comenzó a subir las escaleras, para reunirse con Vicky, Sara y Juan. Se fundió en un abrazo con la joven en cuanto llegó arriba. Acarició el pelo a Juan, y miró a su madre, que a su vez la miraba, implorante.
–¿Qué vamos a hacer ahora?
Bea no respondió de inmediato. Pensó que todo lo que habían hecho hasta entonces no había servido de nada. Su lucha en Viana, la tragedia de Valladolid, la búsqueda desesperada de una respuesta en Vitoria, el viaje hasta allí… Y Toni…, ¿dónde estaba Toni?
–Creo que nos quedaremos un ratito aquí…
Estaban en el rellano del primer piso, apenas a un par de metros de la puerta de la habitación donde se habían refugiado un rato antes Sara y Juan. De su interior salió un gemido inconfundible. Bea levantó el HK.
–Hay un hombre malo ahí dentro –dijo Sara con un susurro, en tono confidencial.


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