El
estúpido muerto del espejo se dio la vuelta, olvidándose del sujeto que tan
rotundamente estaba frente a él pero al que, incomprensiblemente, era incapaz de
agarrar. El ruido de los disparos le había hecho cambiar de idea: había ruido ahí fuera, luego debía
de haber comida... Con paso tambaleante, se dirigió a la puerta, lanzando una
mirada de incierto significado al deambulante que se afanaba por librarse de
las cortinas con las que, enredándose, había caído al suelo poco antes.
Mientras el del espejo salía de la habitación, el de la cortina tenía los ojos
clavados en Sara y Juan. También había escuchado los disparos, pero eso no le
hizo desviar la atención de la comida que tenía allí, justo al alcance de la
mano en cuanto consiguiera librarse del embrollo en que se había metido poco
antes.
Sara vio
salir por la puerta al muerto del espejo, y entonces pensó que quizá no
estuviera todo perdido. No sabía cómo, pero tenía que encontrar una respuesta
al acuciante e inmediato problema que suponía para ella y para el niño seguir
vivos. En cuanto el tipo del espejo hubo desaparecido en dirección a las
escaleras, Sara, a gatas, salió de debajo de la mesa y se acercó al muerto que
seguía luchando contra su propia estupidez en el suelo. Con suma atención, cuidando
de no ponerse al alcance de sus horribles manos, le rodeó y agarró una de las
puntas de la espesa y larga cortina. La pasó rápidamente por encima de la
cabeza del muerto, mientras a éste se le acumulaba el trabajo, pues a la tarea
de librarse de la cortina sumó la de intentar coger a Sara, golpeando inútilmente
el vacío con sus manos transformadas en garras.
Después de
un par de vueltas alrededor del deambulante, la niña recién estrenada en la
edad adulta pensó que le había formado tan buen lío con la cortina, que estaría
allí entretenido un buen rato. Corrió entonces hacia donde el pequeño Juan
seguía desvanecido, y lo incorporó. Tenía que despertarlo si querían salir de
allí. Los disparos afuera solo podían significar que Bea había regresado. Sara
deseó con todas sus fuerzas que así fuera.
Por fin,
el niño pareció reaccionar. Estaba aturdido, débil, pero logró mantenerse en
pie, Sara le agarró por la cintura y salieron de la habitación. El muerto del
espejo estaba bajando los escalones con mucha torpeza; a cada paso parecía que
fuera a rodar toda la escalera. Entonces, abajo, Sara vio perfilarse la silueta
inconfundible de Bea. Quiso llamarla, avisarla de que esa persona mala iba
hacia ella, pero, antes de que pudiera hacerlo, escuchó la voz intensa de la
enfermera.
–¡Al
suelo!
Sara se
dejó caer inmediatamente, arrastrando consigo a Juan. En realidad, no se
hicieron daño, puesto que no se golpearon sino, más bien, se sentaron
blandamente. Un disparo sonó, llenando el espacio de olor a pólvora. El muerto
del espejo cayó hacia delante, rebotando en cada peldaño hasta llegar al suelo,
y se detuvo justo a los pies de Bea. Ahora sí estaba muerto. Del todo.
Vicky
apareció también, al lado de la enfermera. Miró hacia donde estaban Sara y Juan,
y no pudo reprimir un grito de alegría, mientras subía las escaleras de tres en
tres para abrazar a su hijo.
–¡Mi niño,
mi niño!
Afuera, el
rumor incipiente de hacía unos minutos se había transformado en clamor,
primero, y después en atronador bramido. Los muertos estaban excitados, ansiosos.
Con marcha torpe, pero tenaz, habían llegado hasta el pueblo, alcanzando poco
después al ayuntamiento, el centro del núcleo urbano. Bea se asomó al portal
que daba acceso al edificio, y echó un rápido vistazo. La horda se acercaba,
lenta, pero inexorablemente. Aunque no supieran el lugar exacto desde el que se
había disparado, y no les hubieran visto entrar en el edificio, en cuestión de
minutos estarían inundando todo la plaza y los alrededores. Vio a los primeros deambulantes
llegar a la altura del Rebeco.
Se quitó
rápidamente de la vista, y cerró la puerta del portal tras ella. Comenzó a
subir las escaleras, para reunirse con Vicky, Sara y Juan. Se fundió en un
abrazo con la joven en cuanto llegó arriba. Acarició el pelo a Juan, y miró a
su madre, que a su vez la miraba, implorante.
–¿Qué
vamos a hacer ahora?
Bea no
respondió de inmediato. Pensó que todo lo que habían hecho hasta entonces no
había servido de nada. Su lucha en Viana, la tragedia de Valladolid, la
búsqueda desesperada de una respuesta en Vitoria, el viaje hasta allí… Y Toni…,
¿dónde estaba Toni?
–Creo que
nos quedaremos un ratito aquí…
Estaban en
el rellano del primer piso, apenas a un par de metros de la puerta de la
habitación donde se habían refugiado un rato antes Sara y Juan. De su interior
salió un gemido inconfundible. Bea levantó el HK.
–Hay un
hombre malo ahí dentro –dijo Sara con un susurro, en tono confidencial.
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