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viernes, 28 de noviembre de 2014

Cuarta parte. Siete. 3

El aire le abrasaba el interior de sus pulmones, pero Bea sabía que no podía dejar de correr. Llevaba a remolque a Vicky, aún más agotada que ella. Llegaron casi sin aliento hasta el blindado. Bea se llevó el HK a la cara, intentando mantener la calma. Al otro lado de la plaza, vio a un par de muertos entrando en el edificio de la esquina, uno muy bonito con fachada de piedra. Su cerebro registró el dato, aunque en ese momento ella no lo percibiera, pues toda su atención estaba concentrada en lo que quisiera que estuviera sucediendo en el interior del Rebeco.
Hizo un gesto a Vicky para que se mantuviera a unos pasos, mientras ella se asomaba con mucha precaución por la portezuela del conductor. Inmediatamente, el asco que sintió fue tan intenso que no pudo reprimir una violenta arcada. Vomitó sobre el asiento, y entonces comenzó a disparar. Una, dos, tres… hasta cinco veces seguidas. No estuvo segura de haber liquidado a todos los deambulantes hasta que pasaron unos segundos y nada se movió ya en el interior del vehículo, salpicado horriblemente de sangre y vísceras.
Intentó identificar, entre la carnicería, los cuerpos de alguno de los suyos, pero solo podía ver carne putrefacta amontonada, rostros tumefactos, que traslucían ira, incomprensión, estupor… Ya no eran rostros humanos, solo parecían grotescas gárgolas rojas y negras. En el asiento delantero contó los cuerpos de dos deambulantes. Nada más. Rodeó el blindado, empujando levemente a Vicky, que estaba paralizada por el terror, sujetando entre sus manos el fusil que aún no había llegado a disparar.
Bea abrió la portezuela trasera. Medio cuerpo se deslizó a través del hueco, quedando prácticamente colgado del asiento por unos pocos tendones y alguna fibra muscular. Los largos cabellos, antes negros y ahora teñidos de un rojo intenso, llegaban hasta el suelo. Aunque el rostro estaba a medio devorar, pudo identificar a Cristina. Vicky lanzó un grito agudísimo al ver cómo lo que quedaba de su hermana se descolgaba del asiento, prácticamente seccionado por la zona abdominal.
De pie, desafiante, con el fusil encañonando aún el interior del blindado, Bea miró a su alrededor, sin comprender cómo había podido suceder esa masacre. Apenas cinco minutos antes, estaban todos en el interior del vehículo, a salvo. Y ahora… Apoyó despacio, con delicadeza, la bocacha del fusil sobre la frente de Cristina.
–¡Nooo!
Bea levantó sus preciosos ojos, empañados, y miró a Vicky.
–¿Quieres hacerlo tú?
–¿Cómo puedes ser tan cruel…? Ya está muerta…
–No querrás creer eso, ¿verdad? Ojalá fuera tan sencillo…
Como si sus palabras hubieran sido un conjuro premonitorio, la boca de Cristina emitió un sombrío y gutural gemido. Abrió los ojos, unos ojos sin pupila, acuosos, transparentes, sin vida… Comenzó a bracear sin sentido alguno, intentando agarrar a Bea. Resultaba grotesco ver cómo ese cuerpo completamente seccionado en dos aún pugnaba por incorporarse, por alimentarse.
Bea, asqueada, apartó la vista. De repente, su cerebro recuperó la imagen que había captado unos minutos antes: dos deambulantes entrando en un edificio. Giró la cabeza. Allí estaba, a su espalda. Se volvió de nuevo hacia Vicky.
–¿Te vas a quedar ahí? ¿No quieres encontrar a tu hijo?
En el interior del blindado, aparte de los deambulantes, solo habían encontrado los restos de Cristina, de modo que Sara y Juan se habían salvado… al menos de momento. Bea tenía ya enfilado el edificio de la esquina. Sería el primer sitio en que buscaría. Por nada del mundo iba a dejar a Sara abandonada. Sin embargo, ¿acaso no lo había hecho ya, de la misma manera en que abandonó a Toni?
Vicky pareció reaccionar entonces. Apuntó a la cabeza de su hermana y apretó el gatillo. Pero, al igual que le sucediera cuando intentó disparar sobre los muertos que acechaban a Bea, no pasó nada. Bea se puso a su lado, le tomó la mano izquierda, la guió a lo largo de la palanca del cierre, armando el fusil, y le dijo:
–Ya puedes disparar.
El tiro resonó como un cañonazo en medio de la plaza de Munguía. Mientras Bea echaba a andar hacia el edificio de piedra de la esquina, Vicky aún se quedó unos segundos contemplando el agujero que el proyectil había abierto en la frente de su hermana. El silencio atroz que siguió a la detonación, aterrador, enseguida se convirtió en un rumor que crecía por momentos, hasta convertirse en clamoroso y multitudinario gemido que brotaba de miles de pútridas bocas, ansiosas, acercándose.


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