El aire le
abrasaba el interior de sus pulmones, pero Bea sabía que no podía dejar de
correr. Llevaba a remolque a Vicky, aún más agotada que ella. Llegaron casi sin
aliento hasta el blindado. Bea se llevó el HK a la cara, intentando mantener la
calma. Al otro lado de la plaza, vio a un par de muertos entrando en el
edificio de la esquina, uno muy bonito con fachada de piedra. Su cerebro registró
el dato, aunque en ese momento ella no lo percibiera, pues toda su atención
estaba concentrada en lo que quisiera que estuviera sucediendo en el interior
del Rebeco.
Hizo un
gesto a Vicky para que se mantuviera a unos pasos, mientras ella se asomaba con
mucha precaución por la portezuela del conductor. Inmediatamente, el asco que
sintió fue tan intenso que no pudo reprimir una violenta arcada. Vomitó sobre
el asiento, y entonces comenzó a disparar. Una, dos, tres… hasta cinco veces
seguidas. No estuvo segura de haber liquidado a todos los deambulantes hasta
que pasaron unos segundos y nada se movió ya en el interior del vehículo,
salpicado horriblemente de sangre y vísceras.
Intentó
identificar, entre la carnicería, los cuerpos de alguno de los suyos, pero solo
podía ver carne putrefacta amontonada, rostros tumefactos, que traslucían ira,
incomprensión, estupor… Ya no eran rostros humanos, solo parecían grotescas
gárgolas rojas y negras. En el asiento delantero contó los cuerpos de dos
deambulantes. Nada más. Rodeó el blindado, empujando levemente a Vicky, que
estaba paralizada por el terror, sujetando entre sus manos el fusil que aún no
había llegado a disparar.
Bea abrió
la portezuela trasera. Medio cuerpo se deslizó a través del hueco, quedando
prácticamente colgado del asiento por unos pocos tendones y alguna fibra
muscular. Los largos cabellos, antes negros y ahora teñidos de un rojo intenso,
llegaban hasta el suelo. Aunque el rostro estaba a medio devorar, pudo
identificar a Cristina. Vicky lanzó un grito agudísimo al ver cómo lo que
quedaba de su hermana se descolgaba del asiento, prácticamente seccionado por
la zona abdominal.
De pie,
desafiante, con el fusil encañonando aún el interior del blindado, Bea miró a
su alrededor, sin comprender cómo había podido suceder esa masacre. Apenas
cinco minutos antes, estaban todos en el interior del vehículo, a salvo. Y
ahora… Apoyó despacio, con delicadeza, la bocacha del fusil sobre la frente de
Cristina.
–¡Nooo!
Bea
levantó sus preciosos ojos, empañados, y miró a Vicky.
–¿Quieres
hacerlo tú?
–¿Cómo
puedes ser tan cruel…? Ya está muerta…
–No
querrás creer eso, ¿verdad? Ojalá fuera tan sencillo…
Como si
sus palabras hubieran sido un conjuro premonitorio, la boca de Cristina emitió
un sombrío y gutural gemido. Abrió los ojos, unos ojos sin pupila, acuosos,
transparentes, sin vida… Comenzó a bracear sin sentido alguno, intentando
agarrar a Bea. Resultaba grotesco ver cómo ese cuerpo completamente seccionado
en dos aún pugnaba por incorporarse, por alimentarse.
Bea,
asqueada, apartó la vista. De repente, su cerebro recuperó la imagen que había
captado unos minutos antes: dos deambulantes entrando en un edificio. Giró la
cabeza. Allí estaba, a su espalda. Se volvió de nuevo hacia Vicky.
–¿Te vas a
quedar ahí? ¿No quieres encontrar a tu hijo?
En el
interior del blindado, aparte de los deambulantes, solo habían encontrado los
restos de Cristina, de modo que Sara y Juan se habían salvado… al menos de
momento. Bea tenía ya enfilado el edificio de la esquina. Sería el primer sitio
en que buscaría. Por nada del mundo iba a dejar a Sara abandonada. Sin embargo,
¿acaso no lo había hecho ya, de la misma manera en que abandonó a Toni?
Vicky
pareció reaccionar entonces. Apuntó a la cabeza de su hermana y apretó el
gatillo. Pero, al igual que le sucediera cuando intentó disparar sobre los
muertos que acechaban a Bea, no pasó nada. Bea se puso a su lado, le tomó la
mano izquierda, la guió a lo largo de la palanca del cierre, armando el fusil,
y le dijo:
–Ya puedes
disparar.
El tiro
resonó como un cañonazo en medio de la plaza de Munguía. Mientras Bea echaba a
andar hacia el edificio de piedra de la esquina, Vicky aún se quedó unos
segundos contemplando el agujero que el proyectil había abierto en la frente de
su hermana. El silencio atroz que siguió a la detonación, aterrador, enseguida
se convirtió en un rumor que crecía por momentos, hasta convertirse en
clamoroso y multitudinario gemido que brotaba de miles de pútridas bocas,
ansiosas, acercándose.
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