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miércoles, 26 de noviembre de 2014

Cuarta parte. Siete. 2

Supo que ya no habría salvación para Juan y para ella. Si con un muerto la situación era desastrosa, con dos en tan reducido espacio no tenían posibilidad alguna de salir vivos. Y menos con el niño en estado semiinconsciente, y tan débil… El rumor de gemidos y susurros llenó de golpe todo el ambiente oscuro de la habitación. Sonaban en lugares distintos…, probablemente los deambulantes anduvieran cada uno por un lado, y parecía casi milagroso que aún no les hubieran localizado.
Sara tentó delante de ella, con infinito cuidado. Quería saber, aunque solo fuera aproximadamente, dónde estaban metidos. Su mano tocó algo. Era duro, horizontal, ¿una mesa? Deslizó los dedos por un borde a cuyo final no podía llegar desde la posición en que estaba. Sí, parecía el tablero de una mesa de madera. Se habían metido entre la pared y una mesa. Quizá por eso aún no les habían encontrado. Oyó un golpe fuerte. Dio un respingo, y sonó otro golpe. Algo había caído al suelo. ¿Un deambulante? ¿Habría tropezado con algo, con una silla, tal vez?
Solo podía hacer conjeturas. Sara se asombró de que fuera capaz de pensar todas esas cosas al mismo tiempo que su instinto le impelía poderosamente a salir corriendo escaleras abajo, dejando al niño abandonado a su suerte a manos de esas personas malas, que ahora ya identificaba conscientemente como monstruos en cuyo devenir Jehová, el dios de sus padres muertos, seguramente no habría tenido nada que ver. ¿O sí?
Tenía ganas de hacer pis, y pensó si no se lo habría hecho encima ya, porque sentía todo su cuerpo húmedo… Tenía frío. Hacía frío… Nuevos ruidos. Algo se arrastraba, gemía… Pudo ver, otra vez, la forma de uno de los muertos a contraluz, recortada en el umbral de la puerta. ¿Se marchaba? No, volvió al interior. Les estaban oliendo, seguro, aunque sus narices no eran tan finas como para indicarles el lugar exacto en que se encontraban, y dependían casi completamente de sus ojos para esa tarea de localización. Pero, y de eso estaba segura Sara, aunque los monstruos no les habían visto entrar en la habitación, sabían que allí dentro había comida.
Era cuestión de tiempo que sucediera lo inevitable. Sara, sin quererlo, se estaba haciendo a la idea lentamente, con cada segundo que pasaba, con cada gemido que escuchaba, con cada susurro… Ya no tapaba la boca de Juan. El niño estaba ausente, adormilado. Lo dejó escurrir hasta el suelo, en silencio. Ella misma resbaló por la pared, de espaldas, hasta quedar sentada. Solo una mesa les separaba de la muerte. Solo una mesa…
Entonces, de pronto, otro golpe, y la rendija de luz se hizo inmensa, pareció inundar toda la habitación y, por fin, todos pudieron ver qué había en ella. ¿Todos? Al menos Sara. Sus ojos miraban, bajo la mesa, la escena insólita que tenía lugar al otro lado de la habitación. Uno de los muertos, en su afanosa búsqueda, se había enredado en las espesas cortinas que tapaban la única ventana de la estancia, y en su caída las había arrancado de cuajo de los rieles, permitiendo que la luz del día entrara a raudales. Mientras intentaba desembarazarse de la cortina para ponerse nuevamente en pie, sus ojos vidriosos tropezaron con los cuerpos de Juan y de Sara, bajo la mesa. La visión de la comida le enardeció, haciendo que se liara aún más con la tela en su intento por librarse de ella.
El otro muerto, mientras, se había sorprendido tanto por la entrada masiva de luz como la propia Sara, y justo en ese momento se encontraba tanteando lo que resultó ser un espejo mural que cubría buena parte de la pared. El deambulante, un tipo pequeño, enclenque, incluso, se encontró, de pronto, frente a su imagen reflejada. Como el ser sin entendimiento ni conciencia de sí mismo que era, gruño, gimió, y arremetió contra el espejo, golpeándose la cabeza y las manos en su vano propósito de aferrar su propio reflejo. Parecía claro que su nivel de inteligencia no llegaba al estadio puramente animal; y de un animal muy inferior en la escala alimenticia, pese a lo que pudiera parecer, pues su primacía en aquellos momentos en un mundo devastado solo se debía a su número, no a sus cualidades depredadoras.
Sara sabía que no tardaría en cansarse de arañar la pulida superficie en que se miraba, y entonces centraría su atención en ellos de nuevo, exactamente igual que estaba haciendo el deambulante que pugnaba por incorporarse. Ya casi había logrado salir del laberinto de las cortinas, y en unos pocos segundos se incorporaría y se dirigiría hacia ellos. Sara intentaba pensar todo lo rápido que podía. Su mente no era suficiente para encontrar una salida. ¿Debería echar a correr, sin mirar atrás, dejando a Juan ante una muerte atroz? ¿Se quedaría allí, y así morirían ambos? Sabía que tenía que luchar. Había visto cómo lo hacían Toni y Bea… Pero ella no tenía una pistola, ni un hacha, ni nada… Y tampoco habría sabido usarlos, seguro.
Miró a su alrededor con desesperación. No vio nada que le pudiera servir como arma, nada a lo que aferrarse, ningún sitio donde esconderse… Los gruñidos le impedían concentrarse. Tanteó el cuerpo de Juan. Respiraba, pero no se movía. Sería imposible salir de allí con él, imposible. Sara se resignó, y se dispuso a morir. Ojalá Bea estuviera allí, ojalá…


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