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lunes, 24 de noviembre de 2014

Cuarta parte. Siete. 1

Con la mano tapando la boca del niño, Sara contenía a su vez la respiración. La habitación a la que habían accedido estaba prácticamente a oscuras, y no sabía en realidad en qué parte del cuarto se encontraban. Apenas una rendija vertical de luz se filtraba por una de las paredes, pero insuficiente para iluminar el ambiente. Al trasluz, Sara vio pasar la forma grotesca del muerto, que emitía un gemido espeluznante, como una respiración de alguien que está a punto de morir. Igual que la de su hermana Esther, a la que vio agonizar hacía ya tiempo, una noche de verano… Luego, ya no vio más al muerto, pero Sara intuía vagamente su posición por el continuado gemido que emitía.
Habían subido apresuradamente unas escaleras de madera, colándose por la primera puerta que vieron abierta, sin reparar en el interior, sin atender a otra cosa que no fuera lo inmediato, lo básico, lo primordial: sobrevivir. Notaba su mano húmeda debido a la respiración entrecortada de Juan, aún demasiado débil para nada que no fuera dejarse llevar. Sara había crecido en los cinco últimos minutos, había abandonado la infancia, si es que no lo había hecho ya unos días atrás, en el gimnasio de la Academia de Caballería de Valladolid… Se había adentrado, inesperadamente, en la edad adulta, en el mundo de la responsabilidad. En ambos casos, además, de forma ruda, violenta, estremecedora. De repente, la pequeña Sara se había convertido en Sara, sin más.
Poco a poco, sintió el peso muerto del niño entre sus manos. Juan estaba perdiendo el conocimiento, y ella hacía verdaderos esfuerzos por sujetarlo para evitar que cayera. Tenía miedo de hacer cualquier movimiento, de respirar, de cambiar de postura. No sabía exactamente dónde estaba el deambulante, aunque le oía gemir y arrastrar los pies… Tampoco sabía si ese ser podía olerlos, tal como le había oído decir a Toni alguna vez. Solo tenía la certeza, en su fatídica entrada en el mundo adulto, de que si se le ocurría moverse estaban muertos.
El muerto les había seguido por el tramo de calle hasta la entrada del edificio, y había subido tras ellos las escaleras. Torpemente, pero las había logrado subir. Y ahora estaba allí, en algún lugar de la habitación, buscándolos. De pronto, Sara escuchó otro ruido. Presa del pánico, estuvo a punto de soltar a Juan, pero eso habría sido su perdición. Lo sujetó como pudo en el último momento, aguzando al mismo tiempo el oído y la vista, que paulatinamente se había acostumbrado a la casi absoluta oscuridad, aunque lo que con mayor nitidez lograba ver era, por supuesto, la línea vertical de luz que dejaba filtrar alguna ventana, y el hueco de la puerta, adonde llegaba la luz difusa del portal a lo largo de las escaleras. Entonces, justo por allí, el ruido que acababa de escuchar se materializó en forma de un segundo muerto que irrumpió en la habitación con un gruñido gutural.

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