Con la
mano tapando la boca del niño, Sara contenía a su vez la respiración. La
habitación a la que habían accedido estaba prácticamente a oscuras, y no sabía en
realidad en qué parte del cuarto se encontraban. Apenas una rendija vertical de
luz se filtraba por una de las paredes, pero insuficiente para iluminar el
ambiente. Al trasluz, Sara vio pasar la forma grotesca del muerto, que emitía
un gemido espeluznante, como una respiración de alguien que está a punto de
morir. Igual que la de su hermana Esther, a la que vio agonizar hacía ya
tiempo, una noche de verano… Luego, ya no vio más al muerto, pero Sara intuía
vagamente su posición por el continuado gemido que emitía.
Habían
subido apresuradamente unas escaleras de madera, colándose por la primera
puerta que vieron abierta, sin reparar en el interior, sin atender a otra cosa
que no fuera lo inmediato, lo básico, lo primordial: sobrevivir. Notaba su mano
húmeda debido a la respiración entrecortada de Juan, aún demasiado débil para
nada que no fuera dejarse llevar. Sara había crecido en los cinco últimos
minutos, había abandonado la infancia, si es que no lo había hecho ya unos días
atrás, en el gimnasio de la Academia de Caballería de Valladolid… Se había
adentrado, inesperadamente, en la edad adulta, en el mundo de la
responsabilidad. En ambos casos, además, de forma ruda, violenta, estremecedora.
De repente, la pequeña Sara se había convertido en Sara, sin más.
Poco a
poco, sintió el peso muerto del niño entre sus manos. Juan estaba perdiendo el
conocimiento, y ella hacía verdaderos esfuerzos por sujetarlo para evitar que
cayera. Tenía miedo de hacer cualquier movimiento, de respirar, de cambiar de
postura. No sabía exactamente dónde estaba el deambulante, aunque le oía gemir
y arrastrar los pies… Tampoco sabía si ese ser podía olerlos, tal como le había
oído decir a Toni alguna vez. Solo tenía la certeza, en su fatídica entrada en
el mundo adulto, de que si se le ocurría moverse estaban muertos.
El muerto
les había seguido por el tramo de calle hasta la entrada del edificio, y había
subido tras ellos las escaleras. Torpemente, pero las había logrado subir. Y
ahora estaba allí, en algún lugar de la habitación, buscándolos. De pronto,
Sara escuchó otro ruido. Presa del pánico, estuvo a punto de soltar a Juan,
pero eso habría sido su perdición. Lo sujetó como pudo en el último momento,
aguzando al mismo tiempo el oído y la vista, que paulatinamente se había acostumbrado
a la casi absoluta oscuridad, aunque lo que con mayor nitidez lograba ver era,
por supuesto, la línea vertical de luz que dejaba filtrar alguna ventana, y el
hueco de la puerta, adonde llegaba la luz difusa del portal a lo largo de las
escaleras. Entonces, justo por allí, el ruido que acababa de escuchar se
materializó en forma de un segundo muerto que irrumpió en la habitación con un
gruñido gutural.
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