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sábado, 22 de noviembre de 2014

Cuarta parte. Seis. 4

Con la lengua literalmente fuera, Toni no podía dar un paso más. Tuvo que pararse a coger aire. Los pulmones le ardían, y todos y cada uno de los músculos de sus piernas clamaban por una ración de azúcar… Apenas había medio kilómetro desde el desvío hasta las primeras casas del casco urbano de Munguía, pero el chaval estaba desfallecido. A su debilidad, producida por la infección, había que sumar el peso de la mochila, el del fusil y el del hacha.
Tras él, la horda de deambulantes se aproximaba peligrosamente. Se había detenido en un cruce. Enfrente, el pueblo. Pudo ver varias figuras moviéndose torpemente. Tampoco podría seguir adelante por la calle principal. Estaba jodido. Los muertos se le echaban encima y no tenía dónde meterse… Entonces, mientras descansaba con el cuerpo inclinado y las manos apoyadas en ambas rodillas flexionadas, lo vio. La tapa circular de metal sobre la que se había detenido. Claro, las alcantarillas. Bajaría y avanzaría por el alcantarillado del pueblo, a salvo de los muertos…
Sin pensarlo, metió la punta del cuchillo para mover la tapa y la deslizó lo suficiente para poder colarse dentro. Se agarró a la escalerilla de peldaños metálicos empotrados en el hueco y bajó unos escalones, colocando de nuevo la pesada tapa sobre su cabeza, de modo que cerrara de nuevo el pozo de registro. Respiró, aliviado. Encima de él, en la calle, los muertos estaban desconcertados: ¿dónde estaba la comida? De repente, sin que alcanzaran a comprender cómo, se había esfumado. Toni escuchó los gruñidos de desaprobación, de incomprensión… Pero los deambulantes se quedaron allí, justo sobre la tapa, en el último lugar donde habían visto la comida…
Toni bajó aún un par de peldaños más, hasta tocar el suelo. Estaba oscuro, y no veía por ningún lado el túnel del alcantarillado que debía desembocar en el pozo en que se encontraba. Con precaución, encendió su Zippo, procurando tapar la llama con la mano para no delatar su presencia a través del agujero de la tapa de hierro que cerraba el hueco. Se quedó mirando con cara de tonto la pared que tenía enfrente, llena de cajones metálicos de los que salían cables y conexiones, y paneles con indicadores luminosos, ahora apagados. ¡Mierda! No estaba en el alcantarillado del pueblo, sino en un puto pozo ciego de teléfonos. Había sido un estúpido al pensar que un pueblo así contaría con red de alcantarillado practicable. Como mucho, tendría un ramal unitario principal de desagüe al que verterían las aguas residuales numerosos registros laterales… Un puto registro de teléfonos… Estaba bien jodido. Tuvo que contener un grito de dolor cuando el Zippo comenzó a arderle en la mano. Se quedó a oscuras. Tremendamente descorazonado, dejó que su delgado cuerpo se escurriera por la pared sobre la que se había apoyado, hasta que tuvo que flexionar las rodillas para terminar sentado en el suelo. Le entraron ganas de llorar, pero no pudo, y no sabía por qué no lo hizo.
–¡Joder!
No había podido evitar el reniego. Mordiéndose los labios, arrastrando las dos sílabas, amortiguando el tono de su voz todo lo que pudo… pero las soltó. Si no, revienta. En la calle, sobre su cabeza, el rumor intenso del rebaño de muertos proseguía como una letanía, como una oscura misa en medio de los bosques, adorando a un dios innombrable que, en esos momentos, tanto se parecía a ese otro de luz que prometía el paraíso… Si ese era el paraíso que podía ofrecerles a ellos, a los hombres, Toni pensó que mejor haría en guardárselo, no fuera a ser que algún superviviente enfadado le presentara una queja en el Libro de los Muertos…
El continuo gemir de los deambulantes le machacaba la cabeza inmisericordemente, amontonando en su cerebro las pocas ideas que le asaltaban sobre la forma en que iba a salir de allí. Salir vivo, se entendía. ¿Cómo estarían las chicas? No podía dejar de pensar en ellas. Los disparos indicaban dos cosas, una buena y otra mala, muy mala. La buena era que estaban vivas, al menos lo suficiente para disparar; la mala era que Toni no creía que lo hubieran hecho para practicar el tiro al blanco… ¿Qué les habría pasado?
La duda, la incertidumbre, le corroían, producían un hormigueo en su cuerpo más intenso que la propia infección de su sangre, que notaba, por otra parte, hirviendo. Seguro que tenía fiebre, pero no podía desfallecer… tenía que pensar, tenía que dar con la manera de salir de allí, no podía quedarse a esperar simplemente a que los muertos se aburrieran y se marcharan; no podía aguardar a que se olvidaran de que a un par de metros bajo ellos estaba la comida, esperando a poner la mesa…
Toni sabía ya, a esas alturas de su lucha por la supervivencia, que la memoria de los monstruos no era de larga duración, y por tanto no era presumible que se quedaran allí mucho tiempo; pero tenía pruebas, también, de que podían pasar horas y horas en el mismo lugar, sin saber qué aguardaban pero inmutables al tiempo y a los elementos, salvo que nevara, claro, pues, por algún motivo que desconocía, la nieve les forzaba a buscar refugio, despejando las calles en cuestión de minutos.
Le empezaron a castañetear los dientes de forma completamente inconsciente, sin que pudiera, al principio, evitarlo. Después, con fuerza de voluntad, logró reducir el temblor que le acometía. Se tocó la frente, pero la tenía fría. No había fiebre, y, sin embargo, estaba tiritando. Necesitaba un médico… no, mejor una enfermera, ¿dónde estaba Bea?
Había sido un estúpido. Debió hacerle señas cuando pasó con el blindado junto a él, escondido en la cuneta, entre los arbustos. Ahora estarían todos juntos, a salvo, camino de donde quiera que la chica fuera, que lo mismo daba el lugar. El mundo entero se había ido a la mierda, no había un lugar mejor que otro, si acaso peor… Así, pues, ¿qué más daba adónde les llevara? Hasta ahora, había sido la única con ideas, con iniciativa, con ganas y fuerzas para buscar una salida, para encontrar un punto de razón en aquel despropósito, en el caos en que se había convertido la vida. ¿Cómo no seguirla, cómo sustraerse a su arrolladora personalidad, incluso a su aparente, ahora lo sabía, fragilidad?
Decididamente, pensó que había sido un completo idiota. Si tenía que morir, mejor a su lado, a su cuidado. Si realmente estaba infectado, si por sus venas corría la mierda que había prácticamente extinguido a la especie humana, barriéndola del planeta –o eso suponía, al menos, ya que no habían tenido noticias de ninguna otra parte del mundo–, ¿dónde sino en sus brazos encontraría el descanso, la paz? Después, ella sabría qué hacer, si llegaba el caso. Estaba seguro de que no iba a consentir que regresara, que no iba a dejar que se convirtiera en un monstruo, en una amenaza para ella, para Sara… Le sobraban agallas para hacerlo. Y motivos. Sobre todo, motivos…
Entonces, cuando el chaval ya desesperaba de encontrar una salida a su situación, una nueva serie de disparos resonó en la distancia, pero no demasiado lejos, hacia el centro del pueblo, calculó Toni, recordando la dirección que llevaba cuando tuvo que meterse en el pozo de registro. De inmediato, escuchó cómo miles de pies iniciaban la marcha hacia el foco del atronador sonido, atraídos irresistiblemente por la perspectiva de alimentarse, pues, en su simple y desmontado cerebro, la ecuación «ruido igual a comida» era infalible.
Todos los muertos de los alrededores iniciaron una nueva peregrinación hacia su particular Meca, hacia donde quiera que sonara un ruido capaz de captar su atención, porque, estando desocupados, tanto les daba ir a un sitio como a otro. En la muerte, como en la vida, todo era cuestión de tiempo. Solo tiempo.


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