Con la
lengua literalmente fuera, Toni no podía dar un paso más. Tuvo que pararse a
coger aire. Los pulmones le ardían, y todos y cada uno de los músculos de sus
piernas clamaban por una ración de azúcar… Apenas había medio kilómetro desde
el desvío hasta las primeras casas del casco urbano de Munguía, pero el chaval
estaba desfallecido. A su debilidad, producida por la infección, había que
sumar el peso de la mochila, el del fusil y el del hacha.
Tras él,
la horda de deambulantes se aproximaba peligrosamente. Se había detenido en un
cruce. Enfrente, el pueblo. Pudo ver varias figuras moviéndose torpemente.
Tampoco podría seguir adelante por la calle principal. Estaba jodido. Los
muertos se le echaban encima y no tenía dónde meterse… Entonces, mientras
descansaba con el cuerpo inclinado y las manos apoyadas en ambas rodillas
flexionadas, lo vio. La tapa circular de metal sobre la que se había detenido.
Claro, las alcantarillas. Bajaría y avanzaría por el alcantarillado del pueblo,
a salvo de los muertos…
Sin
pensarlo, metió la punta del cuchillo para mover la tapa y la deslizó lo
suficiente para poder colarse dentro. Se agarró a la escalerilla de peldaños
metálicos empotrados en el hueco y bajó unos escalones, colocando de nuevo la
pesada tapa sobre su cabeza, de modo que cerrara de nuevo el pozo de registro.
Respiró, aliviado. Encima de él, en la calle, los muertos estaban
desconcertados: ¿dónde estaba la comida?
De repente, sin que alcanzaran a comprender cómo, se había esfumado. Toni escuchó
los gruñidos de desaprobación, de incomprensión… Pero los deambulantes se quedaron
allí, justo sobre la tapa, en el último lugar donde habían visto la comida…
Toni bajó
aún un par de peldaños más, hasta tocar el suelo. Estaba oscuro, y no veía por
ningún lado el túnel del alcantarillado que debía desembocar en el pozo en que
se encontraba. Con precaución, encendió su Zippo, procurando tapar la llama con
la mano para no delatar su presencia a través del agujero de la tapa de hierro que
cerraba el hueco. Se quedó mirando con cara de tonto la pared que tenía
enfrente, llena de cajones metálicos de los que salían cables y conexiones, y
paneles con indicadores luminosos, ahora apagados. ¡Mierda! No estaba en el
alcantarillado del pueblo, sino en un puto pozo ciego de teléfonos. Había sido
un estúpido al pensar que un pueblo así contaría con red de alcantarillado
practicable. Como mucho, tendría un ramal unitario principal de desagüe al que
verterían las aguas residuales numerosos registros laterales… Un puto registro
de teléfonos… Estaba bien jodido. Tuvo que contener un grito de dolor cuando el
Zippo comenzó a arderle en la mano. Se quedó a oscuras. Tremendamente
descorazonado, dejó que su delgado cuerpo se escurriera por la pared sobre la
que se había apoyado, hasta que tuvo que flexionar las rodillas para terminar
sentado en el suelo. Le entraron ganas de llorar, pero no pudo, y no sabía por
qué no lo hizo.
–¡Joder!
No había
podido evitar el reniego. Mordiéndose los labios, arrastrando las dos sílabas,
amortiguando el tono de su voz todo lo que pudo… pero las soltó. Si no,
revienta. En la calle, sobre su cabeza, el rumor intenso del rebaño de muertos
proseguía como una letanía, como una oscura misa en medio de los bosques,
adorando a un dios innombrable que, en esos momentos, tanto se parecía a ese
otro de luz que prometía el paraíso… Si ese era el paraíso que podía ofrecerles
a ellos, a los hombres, Toni pensó que mejor haría en guardárselo, no fuera a ser
que algún superviviente enfadado le presentara una queja en el Libro de los
Muertos…
El
continuo gemir de los deambulantes le machacaba la cabeza inmisericordemente,
amontonando en su cerebro las pocas ideas que le asaltaban sobre la forma en
que iba a salir de allí. Salir vivo, se entendía. ¿Cómo estarían las chicas? No
podía dejar de pensar en ellas. Los disparos indicaban dos cosas, una buena y
otra mala, muy mala. La buena era que estaban vivas, al menos lo suficiente
para disparar; la mala era que Toni no creía que lo hubieran hecho para
practicar el tiro al blanco… ¿Qué les habría pasado?
La duda,
la incertidumbre, le corroían, producían un hormigueo en su cuerpo más intenso
que la propia infección de su sangre, que notaba, por otra parte, hirviendo.
Seguro que tenía fiebre, pero no podía desfallecer… tenía que pensar, tenía que
dar con la manera de salir de allí, no podía quedarse a esperar simplemente a
que los muertos se aburrieran y se marcharan; no podía aguardar a que se
olvidaran de que a un par de metros bajo ellos estaba la comida, esperando a
poner la mesa…
Toni sabía
ya, a esas alturas de su lucha por la supervivencia, que la memoria de los
monstruos no era de larga duración, y por tanto no era presumible que se
quedaran allí mucho tiempo; pero tenía pruebas, también, de que podían pasar
horas y horas en el mismo lugar, sin saber qué aguardaban pero inmutables al
tiempo y a los elementos, salvo que nevara, claro, pues, por algún motivo que
desconocía, la nieve les forzaba a buscar refugio, despejando las calles en
cuestión de minutos.
Le
empezaron a castañetear los dientes de forma completamente inconsciente, sin
que pudiera, al principio, evitarlo. Después, con fuerza de voluntad, logró
reducir el temblor que le acometía. Se tocó la frente, pero la tenía fría. No
había fiebre, y, sin embargo, estaba tiritando. Necesitaba un médico… no, mejor
una enfermera, ¿dónde estaba Bea?
Había sido
un estúpido. Debió hacerle señas cuando pasó con el blindado junto a él,
escondido en la cuneta, entre los arbustos. Ahora estarían todos juntos, a
salvo, camino de donde quiera que la chica fuera, que lo mismo daba el lugar. El mundo entero se había ido a la mierda, no había un lugar mejor que otro, si
acaso peor… Así, pues, ¿qué más daba adónde les llevara? Hasta ahora, había
sido la única con ideas, con iniciativa, con ganas y fuerzas para buscar una
salida, para encontrar un punto de razón en aquel despropósito, en el caos en
que se había convertido la vida. ¿Cómo no seguirla, cómo sustraerse a su
arrolladora personalidad, incluso a su aparente, ahora lo sabía, fragilidad?
Decididamente,
pensó que había sido un completo idiota. Si tenía que morir, mejor a su lado, a
su cuidado. Si realmente estaba infectado, si por sus venas corría la mierda
que había prácticamente extinguido a la especie humana, barriéndola del planeta
–o eso suponía, al menos, ya que no habían tenido noticias de ninguna otra
parte del mundo–, ¿dónde sino en sus brazos encontraría el descanso, la paz?
Después, ella sabría qué hacer, si llegaba el caso. Estaba seguro de que no iba
a consentir que regresara, que no iba
a dejar que se convirtiera en un monstruo, en una amenaza para ella, para Sara…
Le sobraban agallas para hacerlo. Y motivos. Sobre todo, motivos…
Entonces,
cuando el chaval ya desesperaba de encontrar una salida a su situación, una
nueva serie de disparos resonó en la distancia, pero no demasiado lejos, hacia
el centro del pueblo, calculó Toni, recordando la dirección que llevaba cuando
tuvo que meterse en el pozo de registro. De inmediato, escuchó cómo miles de
pies iniciaban la marcha hacia el foco del atronador sonido, atraídos
irresistiblemente por la perspectiva de alimentarse, pues, en su simple y desmontado
cerebro, la ecuación «ruido igual a comida»
era infalible.
Todos los
muertos de los alrededores iniciaron una nueva peregrinación hacia su
particular Meca, hacia donde quiera que sonara un ruido capaz de captar su
atención, porque, estando desocupados, tanto les daba ir a un sitio como a
otro. En la muerte, como en la vida, todo era cuestión de tiempo. Solo tiempo.
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