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jueves, 20 de noviembre de 2014

Cuarta parte. Seis. 3

Toni escuchó el disparo. Estaba contemplando todavía al muerto al que acababa de liquidar, con los ojos extraviados y un regusto amargo en la boca, cuando sus oídos se llenaron con el eco del disparo. En seguida oyó dos más, casi seguidos. Y al poco, un tercer tiro. No podía asegurarlo, porque el viento soplaba con bastante intensidad, pero supuso que venían del pueblo, aunque desde allí no podía divisarlo, y solo alcanzaba a ver el desvío de la carretera que conducía hasta el núcleo urbano. Lo que sí estaba en condiciones de asegurar era que los disparos los había realizado alguien vivo: que él supiera, los muertos no manejaban más armas que sus dientes y sus uñas.
Decidido a dejarse morir en cualquier cuneta, al final no había podido evitar defenderse del deambulante. Una cosa era morir y otra que lo maten a uno… Una vez que se sobrevive, aunque sin ganas, ¿qué podía hacer, sino vivir? Por lo menos hasta que la infección estuviera avanzada. Después… ya vería. Si eran disparos, y podía jurar que sí, y habían sonado en el pueblo, eso solo podía significar que las chicas tenían problemas. Toni no estaba dispuesto a dejar que nada malo les sucediera, si podía evitarlo. Y, de momento, podía. De modo que echo a correr hacia el pueblo.
Por desgracia, los muertos, que hasta ese momento habían estado entretenidos contemplando la ligera columna de humo que salía de la fábrica, a la espera del almuerzo, ya se habían aburrido de la distracción, y comenzaban a perder el interés justo cuando una serie de ruidos, aunque lejanos, centró otra vez su atención. Eran disparos, y si había ruido de disparos había comida. Seguro.
De pronto, lo que hasta hacía un minuto era una carretera prácticamente despejada, comenzó a congestionarse de nuevo, y cientos de muertos, probablemente miles, iniciaron el camino de regreso al pueblo del que unos meses antes habían salido en coche para intentar escapar al fin del mundo. En medio, un chaval que corría como una liebre trataba de ganarles la partida. Su fugaz visión les sirvió, a los muertos, de acicate para darse prisa, si es que sus torpes piernas recordaban ese concepto.
* * *
Sara miraba la portezuela del blindado, que Vicky se había olvidado de cerrar, como si no entendiera nada de lo que estaba pasando. Les había dicho que se quedaran allí. Y se había marchado. Apenas un par de minutos antes de eso, Bea también les había dicho lo mismo; e igualmente se había ido. Miró a Cristina. ¿Se marcharía también? La mujer no tenía buena cara, estaba pálida, y el labio inferior le colgaba blandamente; y temblaba... Tenía la vista clavada a lo lejos, hacia la calle por la que Bea y Vicky se habían ido, pero Sara no podía verlo. No era tan alta, y el respaldo del asiento y la cabeza de Cristina se lo impedían. Sara no hubiera sabido decir cuánto tiempo le había llevado hacer todas esas conjeturas. Lo que sí sabía era que no resultaba nada seguro tener la puerta del coche abierta. Toni y Bea siempre le decían que debía cerrarla.
De modo que se inclinó hacia delante y alargó el brazo para cerrarla. Pero la manilla estaba demasiado lejos. Se puso de rodillas sobre el asiento y trató de asir la puerta. En ese instante, sintió en la nariz una bocanada de aire putrefacto, y escuchó un gruñido. Un roce asqueroso hizo que encogiera apresuradamente la mano que tenía extendida. Levantó la cabeza, y allí, apenas a un palmo de ella, el horrible rostro de un hombre malo la miraba con los ojos vacíos. En realidad, era una mujer mala, pero eso no importaba. Ya no podría cerrar la portezuela del vehículo. No se había dado la suficiente prisa. Ya nada importaba…
Con un respingo, Sara se impulsó a sí misma hacia atrás, alejándose instintivamente de la muerta, que ya estaba entrando en el Rebeco. Reculando, se topó con la otra portezuela: estaba cerrada. Con una rápida mirada, comprobó que en ese lado de la calle no había nadie, y abrió la puerta. Cayó al suelo, lastimándose una pierna, pero amortiguando lo más duro del golpe con el trasero.
Sara pensó en salir corriendo, pero algo le hizo cambiar de opinión. Allí detrás, inmóvil, estupefacta, estaba Cristina, que no había hecho el menor movimiento. Tan solo apretaba cada vez con más fuerza la mano del pequeño Juan, quien finalmente rompió a llorar. Sara se levantó, abrió la puerta trasera y sacó al niño del vehículo casi en volandas. Agarró a la mujer por la manga y tiró de ella. Pero era demasiado grande, no podía moverla, no podría hacer que reaccionara…
–¡Cristina, Cristina…!
Era inútil. Cristina esta ausente. Estaba muerta. Ya estaba muerta. La deambulante que había entrado en el blindado trataba de pasar torpemente al asiento de atrás, aunque no lo logró completamente, y quedó enganchada entre el respaldo y el asiento, en una postura grotesca, intentando agarrar a Cristina, que no movía un solo músculo. En un momento, media docena más de deambulantes estaban entrando en el vehículo salvajemente, empujándose, tropezando entre sí y ejerciendo tal presión que algunos literalmente volcaron sobre el asiento trasero.
Sara ya no podía esperar ni un segundo más. Quiso ir calle abajo, hacia donde se habían ido Bea y Vicky, pero había gente mala caminando por ahí, y no podía ver ya a las dos mujeres. Su instinto le decía que corriera y corriera, pero ella sabía que no tardaría en cansarse, y entonces, si no había conseguido esconderse de la vista de las personas malas, enseguida les alcanzarían. Además, el niño no podría correr mucho, aún estaba débil… Entonces, la imagen del rostro de su hermana Esther, pegado al cristal de la puerta del jardín de noche y de día, se presentó nítidamente en el interior de su cabeza. Sabía que no podían quedarse allí, quietos. Sintió pánico ante la visión de esas personas mordiéndoles, a ella y a Juan, y un gesto de rabia se dibujó en su rostro. Miró al interior del blindado, y no pudo ver nada claro, aunque ruidos horribles salían de él. Echó a correr con el pequeño Juan de la mano. Allí mismo, apenas superada la esquina, el paso con arcada que se abría al interior de un edificio de piedra de tres plantas parecía una invitación a entrar.


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