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sábado, 15 de noviembre de 2014

Cuarta parte. Seis. 2

Mientras Bea caminaba calle abajo, alejándose del blindado, el sonido de la portezuela al cerrarse retumbó como un trueno, rebotando en cada edificio, de una fachada a otra, propagándose a gran velocidad como una onda sísmica primaria por terreno granítico, aumentando a cada metro que recorría… Y el fino oído de los muertos recibió el mensaje: había comida cerca.
* * *
Vicky veía a Bea alejarse. Se sentía terriblemente perdida, con la abrumadora responsabilidad de saber que su hermana, su hijo, y Sara estaban ahora a su cargo. Pero eso no le asustaba. En realidad, ya no le asustaba nada, después de haber perdido su mundo, a su marido y a uno de sus hijos. Sin embargo, el hecho de que las dos personas que hasta el momento se habían encargado de mantener a salvo al grupo ya no estuvieran allí no era en absoluto tranquilizador.
Entonces, vio salir al primer deambulante del portal de un edificio por el que acababa de pasar Bea. Detrás salió otro, y ambos comenzaron a ir tras los pasos de la enfermera. Un tercero asomó a la calle y se unió a los otros dos. Vicky quiso gritar, pero ningún sonido salió de su boca entreabierta. Sin pensarlo, salió del vehículo apresuradamente y rebuscó en la parte trasera del blindado. Cogió un fusil y comenzó a correr tras los deambulantes.
–¡Quedaos aquí! –les dijo en voz baja a Cristina y a Sara.
Aunque los deambulantes eran torpes y lentos, Bea caminaba también despacio, y Vicky sabía que la iban a alcanzar. Se paró a mitad de camino y, durante un segundo, dudó entre gritar para avisar a la joven o disparar directamente. De cualquiera de las dos maneras, Bea estaría prevenida, pero con la segunda podrían librarse de uno de los muertos. Decidida ya, apuntó al último de los deambulantes y apretó el gatillo. No sucedió nada. Vicky no había disparado nunca un arma, pero se imaginó qué podía pasar. Se retiró el fusil de la cara y miró la palanca de armar: tenía el seguro echado. Cambió la palanca de posición y volvió a apuntar. Tampoco pasó nada. Desesperada, arrancó de nuevo a correr al mismo tiempo que lanzaba un penetrante grito:
–¡Beaaaaa!
Bea se volvió. El muerto que estaba más cerca de ella la tenía prácticamente al alcance de la mano. Parecía imposible que la enfermera no se hubiera dado cuenta de la presencia de los monstruos a su espalda. Con un rápido movimiento, tensó el brazo y le disparó entre los ojos; sonó el ruido amortiguado del disparo, debido al silenciador de la pistola; la llamarada y la bala llegaron prácticamente al mismo tiempo a la frente. El deambulante cayó al suelo sin siquiera un gruñido. Los dos muertos que acompañaban al primero se habían vuelto, siguiendo el origen del grito, y ya se dirigían hacia donde estaba Vicky, paralizada por el miedo. Bea arrancó a correr hacia ella, pero tres muertos más salieron de un portal, echándose prácticamente encima de ella.
Cinco depredadores y dos presas… ¿De verdad? Bea pensó fugazmente en ello y no terminó de decidir quién era quién en esa situación; quizá Vicky fuera una víctima, pero ella, desde luego, no. De todas formas, ¿dónde estaba Toni? Bea disparó otra vez la pistola, y otra más, y dos muertos murieron por segunda vez. Y luego, sencillamente, las balas se acabaron. ¿No había llenado Toni el cargador?
El deambulante ya estaba encima de ella, no tenía tiempo de descolgar su fusil de la espalda, no tenía tiempo… El muerto consiguió agarrarle por la cazadora, e intentaba clavarle los dientes en el cuello. Sujetándole por los hombros, Bea mantenía alejada su cabeza, pero el tipo era pesado, fuerte, un vasco peleón… La joven tuvo que hacer un verdadero esfuerzo para sujetarlo, incluso recurriendo a sus oxidados conocimientos de judo, disciplina en la que era cinturón marrón. Podía ejecutar varias llaves de inmovilización, pero el peligro estaba en la distancia a la que quedaría expuesta a la boca del muerto. Decidió, a punto de agotar sus fuerzas por el forcejeo, emplear una técnica de sacrificio, sutemi-waza. Con un rápido movimiento, colocó su pie derecho en la cadera izquierda del muerto y lo arrastró consigo mientras se dejaba caer de espaldas, proyectándolo de costado como si apenas pesara.
Zafada del mortal abrazo, Bea se descolgó el HK, tiró de la palanca del cierre y le voló la cabeza al deambulante caído en el suelo. Enseguida se dio la vuelta, hacia donde estaba Vicky intentando defenderse de los dos muertos restantes. Le disparó a uno, pero estaba a una distancia a la que su puntería no era demasiado fina, y, aunque le metió dos pesadas balas en la espalda, el sujeto apenas acusó los impactos, porque prosiguió en su intento de agarrar a Vicky. La mujer mantenía al otro muerto a la distancia que le permitía la longitud del fusil, pero eso no les detendría por mucho más tiempo. En un arrebato de desesperación, sujetó el arma por el cañón y la balanceó de izquierda a derecha, impulsándola con fuerza contra la sien del deambulante. El impacto de la culata hizo crujir el temporal, hundiendo el poco seso que le quedaba al tipo, que se desplomó fulminantemente.
Bea se había acercado ya a distancia de tiro seguro para ella. Cuando apuntaba al muerto, que se disponía a morder a la exhausta Vicky, vio con el otro ojo, a lo lejos, una imagen que le sobrecogió mientras su índice se curvaba sobre el gatillo: las puertas del blindado estaban abiertas, y varios deambulantes penetraban en su interior.


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